El 28 de marzo de 1936 nació Mario Vargas Llosa. Aquí celebramos no al opinador de política sino al escribidor, hojeando una de sus obras de madurez narrativa.
La fiesta del chivo es un poderoso relato histórico, un derroche de maestría narrativa. El autor exhibe una gran capacidad para rastrear detalles, un claro dominio del oficio de contar y una extraordinaria habilidad para mezclar diversos géneros.
Esta novela relata en paralelo el retorno de una mujer a República Dominicana en la década de 1990; las circunstancias que provocaron su destierro, en la pubertad; y los hechos del 30 de mayo de 1961, último día en la vida de Leónidas Rafael Trujillo, el dictador que gobernó ese país por 31 años.
“La casa estaba llena de libros –Urania ojea las paredes desnudas-. ¿Qué fue de ellos? Ya no puedes leer, claro. ¿Tenías tiempo de leer, entonces? No recuerdo haberte visto leyendo nunca. Eras un hombre demasiado ocupado. Yo también ahora, tanto o más que tú en esa época. Diez, doce horas en el bufete o visitando clientes. Pero me doy tiempo para leer un rato cada día. Tempranito, viendo el amanecer entre los rascacielos de Manhattan, o, de noche, espiando las luces de esas colmenas de vidrio. Me gusta mucho. Los domingos leo tres o cuatro horas…”
Con soltura, Vargas Llosa orquesta un relato polifónico a cargo de diversos personajes (el dictador, sus víctimas, sus colaboradores cercanos, sus asesinos). El manejo de los tiempos es magistral, con frecuentes –tersos- saltos entre el presente y los diversos pasados. Ese malabarismo narrativo es igualmente eficaz en el uso de la primera, segunda y tercera persona. También asombra la acuciosa investigación histórica que realizó el escritor que termina por evidenciar que América Latina vive una historia circular de sojuzgamiento y rebelión.
“No lo entiendes, Urania (…) tantos millones de personas, machacadas por la propaganda, por la falta de información, embrutecidas por el adoctrinamiento, el aislamiento, despojadas de libre albedrío, de voluntad y hasta de curiosidad por el miedo y la práctica del servilismo y la obsecuencia, llegaran a divinizar a Trujillo. No sólo a temerlo, sino a quererlo, como llegan a querer los hijos a los padres autoritarios, a convencerse de que azotes y castigos son por su bien. Lo que nunca has llegado a entender es que los dominicanos más preparados, las cabezas del país, abogados, médicos, ingenieros, salidos a veces de muy buenas universidades de Estados Unidos o de Europa, sensibles, cultos, con experiencia, lecturas, ideas, presumiblemente un desarrollado sentido del ridículo, sentimientos, pruritos, aceptaran ser vejados de manera tan salvaje…”
“Como todo lo que ocurría en este este país hacía tres décadas. Trujillo podía hacer que el agua se volviera vino y los panes se multiplicaran, si le daba en los cojones”.
Al reconstruir las historias personales, el autor consigue configurar un mosaico de la historia de República Dominicana, aplicable a toda Latinoamérica.
“Tal vez era verdad que, debido a los desastrosos gobiernos posteriores, muchos dominicanos añoraban ahora a Trujillo. Habían olvidado los abusos, los asesinatos, la corrupción, el espionaje, el aislamiento, el miedo: vuelto mito el horror. ‘Todos tenían trabajo y no se cometían tantos crímenes’…”
Por momentos, parece un relato cinematográfico con pasajes de voz en off. Destaca la solidez y consistencia de los personajes, lo mismo entre amigos que al exponer ideas, en su vida sexual, en los arrebatos o en las más crudas manifestaciones de su carácter.
“Tu papá sospechó siempre que el intrigante fue Chirinos (…) Andaba todo el tiempo citando libros, posando de culto. Nos invitó al Country Club una vez. Yo no quería creer que hubiera traicionado a su compañero de toda la vida. Bueno, la política es eso, abrirse camino entre cadáveres”.
Sobresale la estrategia narrativa de Vargas Llosa, al anticipar los grandes acontecimientos de la trama (como si ofreciera por adelantado un boceto) para retroceder retomar el relato con abundantes detalles desde el punto de vista de distintos personajes, casi al nivel de un sabroso chismorreo.
“Voy a decirle algo que le va a complacer, Presidente –dijo, de pronto-. Yo no tengo tiempo para leer las pendejadas que escriben los intelectuales. Las poesías, las novelas. Las cuestiones de Estado son demasiado absorbentes” (Trujillo a Balaguer).
“Urania se echa a reír. No tanto por lo que dice su prima, sino por la manera como lo dice: con facundia y sabrosura, hablando con boca, ojos, manos y todo el cuerpo a la vez, con ese regusto y alegría del hablar dominicano”.
Luego de dar algunos bandazos con novelas anteriores, con esta obra Vargas Llosa parece decir: ‘aquí estoy, en plena forma como escritor’, para retomar las riendas, la orientación y el sentido de su vida literaria.
“Lo alegraba pasar la hora siguiente oliendo el aire salobre, recibiendo la brisa marina y viendo reventar las olas contra la Avenida. La gimnasia lo ayudaría a borrar el mal sabor de buena parte de esta tarde, algo que rara vez le ocurría: nunca fue propenso a depresiones ni pendejadas”.
En octubre de 2010, a pocos meses de haber publicado La fiesta del chivo, Vargas Llosa fue elegido como ganador del Nobel de Literatura. El Comité del Premio Nobel le reconoció “su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota”.
Otros ángulos:
Carlos Fuentes escribió en 2011:
Rafael Leónidas Trujillo es una sangrienta anacronía. Iniciado por Valle-Inclán en Tirano Banderas (1926), el tema del abuso del poder, el autoritarismo despótico y la distancia entre la ley y la práctica, se continúa con los Ardavines de Gallegos, el don Mónico de Azuela, el Pedro Páramo de Rulfo, el Caudillo de Guzmán, los dictadores de Roa Bastos, García Márquez y Carpentier. La diferencia en Vargas Llosa es que no apela a un seudónimo literario o a una figura simbólica, sino que nos refiere a un dictador concreto, personalizado, con nombre, apellido y fechas certificables de nacimiento y muerte: Rafael Leónidas Trujillo Molina, Benefactor de la Patria Nueva, Restaurador de la Independencia Financiera y Primer Periodista de la Nación.
Esta salubre denominación -las cosas por su nombre- no significa que Vargas Llosa se limite a un ejercicio periodístico acerca de los treinta años de la dictadura trujillista. Los datos están ahí, (…) la misma realidad es cercada (y revelada) por la imaginación narrativa, que se propone, a su vez, como parte de una realidad más ancha, que incluye a la realidad de la invención literaria.
De esta manera, conocemos al detalle el horror de la opresión trujillista. Las prisiones son hoyos de tortura en los que la sevicia del tirano es ampliada por la sevicia y los rencores de cada torturador. Los enemigos del régimen son fusilados por doce bandidos que a su vez serán fusilados para que no queden testigos. Racimos de hombres desnudos son vejados, torturados, asesinados… Trujillo cuenta con una corte de aduladores, asesinos y subordinados.
Trujillo veja a sus colaboradores. Se especializa en humillar a quienes, cultos, universitarios, le sirven. Atiza la lucha de facciones trujillistas, neutralizando a sus colaboradores. Su instinto lo conduce a ejercer un principado vengativo, sangriento, que sin embargo, como lo dijo El Príncipe, sangra a su vez por varios costados.
La novela de Vargas Llosa no es periodismo. Tampoco es historia. Es novela, novedad, y también nivola, nube y niebla unamunianas gracias a una presencia que comunica los hechos, la distancia, los humaniza, los vuelve novedosos y novelables.
Almudena Grandes declaró:
La Fiesta del Chivo es como el destello de un faro en una noche de tormenta (El País, 11 oct 2010).
Tomás Eloy Martínez escribió:
No son los datos los que importan, sino lo que Vargas Llosa ha hecho con ellos: un retrato implacable del poder absoluto en una novela que se lee sin respiro de principio a fin. Hay que acercarse a La fiesta del Chivo en estado de inocencia: es decir, dejándose llevar por el autor sin preguntarle a cada paso qué es mentira y qué es verdad o por qué aquel o este personaje, inspirado en algún bufón o en alguna víctima del trujillismo, difiere de la figura real (…) Lo que más asombra es el abrumador trabajo de investigación que sostiene la novela sin que jamás se noten las costuras. Como en los mejores textos de Vargas Llosa, aquí también asoma esa obsesión flaubertiana por el detalle que recrea el pasado como si estuviera sucediendo otra vez. Uno se imagina al autor repitiendo las caminatas vespertinas de Trujillo por la avenida de Máximo Gómez, seguido por cortesanos untuosos a la espera de la menor señal para correr a la zaga del Jefe (…) Además de resucitar incontables memorias dominicanas, esta novela reúne también todas las técnicas y todos los géneros frecuentados por Vargas Llosa desde La ciudad y los perros hasta Los cuadernos de don Rigoberto; es a la vez un relato policial, un melodrama, una intriga política, la historia de una conspiración, la de una guerra, y el retrato de un dictador. Los tiempos narrativos se mueven con libertad de un párrafo a otro, sin que haya sobresaltos en la lectura; al revés, esas contradanzas la enriquecen (…) Vargas Llosa se ha dado el lujo de permitirse todos los malabarismos e irreverencias con la realidad, enriqueciendo la novela con la entrada y salida de seres vivos que van a seguir escribiendo el texto en el presente (El País, 15 abril 2000).
Carlos Granés Maya escribió:
El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, vs La fiesta del Chivo (2000), de Mario Vargas Llosa. Dos novelas de dictadores de los dos grandes novelistas latinoamericanos del siglo XX revelan no solo dos estilos narrativos distintos, el mágico realista y el realista a secas, sino dos actitudes ante el poder y los hombres fuertes que han gobernado a lo largo y ancho del continente. García Márquez crea un dictador abandonado en la vejez y el poder, más víctima que victimario, más digno de pesar que de repulsión. El Chivo de Vargas Llosa es lo opuesto: un ser atroz, que de no ser por su incontinencia urinaria parecería carecer de humanidad (Letras libres, agosto 2013).
Yoani Sánchez escribió:
Cuando ya la mayoría de los críticos literarios daban por superada la literatura sobre la dictadura, Mario Vargas Llosa retomó la figura del sátrapa dominicano. Poco tiempo después los nuevos autoritarismos instalados en nuestro continente nos harían reflexionar sobre si La fiesta del Chivo era una novela de sucesos pasados o de realidades (Letras libres, agosto 2013).
El propio Vargas Llosa dijo:
«Escribir la novela fue muy difícil, tenía una enorme inseguridad. Jamás en mi vida me encontré con un material tan fértil literariamente. Muchas de las cosas reales que tenía entre manos eran tan atroces, tan increíbles, que resultaba casi imposible verterlas a la ficción. Durante la escritura pensé que, finalmente, sabía lo que es esa cosa tan difícil de definir que llamamos el mal» (El País, 4 mayo 2000).
[Gerardo Moncada]