Obra deslumbrante, considerada una de las novelas más relevantes de la literatura latinoamericana.
«Y regresaba ahora de lo inalcanzado con un cansancio enorme, que vanamente buscaba alivio en la remembranza de alguna peripecia amable. A medida que transcurrían los días de navegación, pintábasele lo vivido como una larga pesadilla de incendios, persecuciones y castigos…»
El siglo de las luces es un deslumbrante retrato de época, escrito con un portentoso despliegue verbal. En la segunda mitad del siglo XVIII, en Cuba, tres adolescentes quedan huérfanos, dueños de un próspero negocio comercial que poco les atrae. Sus sueños, sus ilusiones apuntan hacia la aventura, al descubrimiento, a las disciplinas que están renovando el conocimiento universal, a las vigorosas ideas libertarias. Sus anhelos, nutridos por sus lecturas, transitarán a la realidad –unas veces en forma estimulante; otras, decepcionante- a partir de su encuentro con Víctor Hugues, un comerciante francés de ideas liberales cuya vida no sólo marcará a los tres jóvenes sino a todas las Antillas.
Esteban, de pronto, tenía la impresión de haber vivido como un ciego, al margen de las más apasionantes realidades, sin ver lo único que merecía la pena de ser mirado en esta época. “Y eso que nos tienen sin noticias”, dijo Víctor. “Y seguiremos sin noticias porque los gobiernos tienen miedo; un miedo pánico al fantasma que recorre Europa –concluyó el médico Ogé con tono profético-. Llegaron los tiempos, amigos. Llegaron los tiempos”…
Comenzaban las gestas revolucionarias en Francia, así como las insurrecciones en las colonias de América, donde se decía que las revueltas de esclavos sólo eran “exterminio, pillaje y lubricidad”, pero la rebelión en Haití “demasiado coincidía con otros acontecimientos de un alcance universal para ser una mera revuelta de bárbaros incendiarios y violadores. También habían hablado algunos de turbas enloquecidas, ebrias de sangre, después de un cierto 14 de julio que estaba en camino de transformar el mundo”, diría Ogé. Porque no sólo había multitudes exaltadas, “había muchos ahora, imbuidos de filosofía, sabedores de lo que reclamaban los tiempos”.
En Francia. ¡Un monarca arrestado, avergonzado, humillado, entregado a la custodia del pueblo a quien pretendía gobernar, cuando era indigno de hacerlo! La más grande corona, el más insigne poder, el más alto cetro del universo, traídos entre dos gendarmes. “Y yo, que estaba negociando con sederías de contrabando, cuando tales cosas pasaban en el mundo –decía Víctor, llevándose las manos a la cabeza-. Se estaba asistiendo, allá, al nacimiento de una nueva humanidad”…
La relevancia de las novelas de Alejo Carpentier fue ponderada por Harold Bloom, quien atribuyó al escritor cubano un rol esencial: “La literatura hispanoamericana del siglo XX, posiblemente más vital que la norteamericana, tiene tres fundadores: el fabulista argentino Jorge Luis Borges, el poeta chileno Pablo Neruda y el novelista cubano Alejo Carpentier. De su matriz ha surgido una multitud de importantes figuras: novelistas tan diversos como Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes; poetas de importancia internacional como César Vallejo, Octavio Paz y Nicolás Guillén” (El cannon occidental, Anagrama, 2021).
VAIVENES REVOLUCIONARIOS
El anhelo de cambios profundos y radicales alimentó una vasta gama de ilusiones a partir de la toma de la Bastilla en París y la decapitación de Luis XVI y su esposa María Antonieta. Se proclamaron los derechos del hombre y también se planteó como meta la felicidad del ser humano. La efervescencia política se desbordó. Se pensó en llevar la revolución francesa a otras naciones, a otros continentes, convertirla en una revolución universal. Los franceses sentían que lo ocurrido en su país transformaría al mundo. Era un momento histórico que todos buscaban atesorar:
El español Martínez de Ballesteros arrancó una llave de hierro que llevaba cosida en la leontina del reloj y la arrojó al agua con gesto rabioso. “Una llave de la Bastilla –dijo-. Además, era falsa. Hay cerrajeros cabrones que las fabrican en enormes cantidades. Han llenado el mundo con esos talismanes. Ahora tenemos más llaves de la Bastilla que pedazos de la cruz de Cristo”…
Al otro lado del mundo, pequeños grupos de criollos ilustrados analizaban los acontecimientos en Francia y debatían las nuevas ideas y su probable aplicación en América. Su exaltación no les permitía ver contradicciones evidentes:
Se apiadaban sobre el destino de los esclavos quienes, ayer mismo, habían comprado nuevos negros para trabajar en sus haciendas. Hablaban de la corrupción del gobierno colonial quienes medraban a la sombra de esa misma corrupción, propiciadora de beneficios. Comenzaban a hablar de una independencia posible quienes mucho se hubieran complacido en recibir algún título nobiliario otorgado por la Mano Real. Generalizábase aquí, entre las clases pudientes, el mismo estado de espíritu que había llevado a tantos aristócratas, en Europa, a erigir sus propios cadalsos…
Pero la alta elaboración de las proclamas, los argumentos y los fundamentos filosóficos que se debatían amplia y públicamente en Francia no siempre provocaron el mismo entusiasmo entre la población de las colonias francesas en las Antillas.
La voz de Víctor, metálica y neta, le llegaba por ráfagas, en las que rebrillaban, por lo subrayado del tono, una frase definidora, un concepto de libertad, una cita clásica. Y sin embargo, la Palabra no acababa de armonizarse con el espíritu de gentes acudidas a aquel lugar como quien viene a una fiesta, entretenidas en jugar, en rozarse los varones con las hembras, en desentenderse, a ratos, de un lenguaje que mucho difería de la sabrosa jerga local…
Y es que los esclavos negros había comenzado a rebelarse en las posesiones francesas de ultramar antes de que estallara la Revolución Francesa.
Todavía recuerdo –decía Sieger- aquella ridícula proclama que Jeannet hizo fijar en las paredes de Cayena: “Ya no existen amos ni esclavos… Aquellos que eran esclavos pueden tratar de igual a igual con sus antiguos amos en los trabajos a terminar o a emprender”. Y bajando la voz agregó: Todo lo que hizo la Revolución Francesa en América fue legalizar una gran cimarronada que no cesa desde el siglo XVI…
Por añadidura, las proclamas en París no bastaban para eliminar lastres que seguían presentes, como los prejuicios racistas: “Bastante tienen los negros con que los consideremos como ciudadanos franceses”.
Los soldados de la República, muy llevados hacia la carne parda cuando de hembras se trataba, no perdían oportunidad de apalear y azotar a los negros con cualquier pretexto… Hermanados en la guerra, negros y blancos se dividían en la paz. Por lo pronto, luego de abolir la esclavitud, Víctor Hugues decretó el trabajo obligatorio. Todo negro acusado de perezoso o desobediente, discutidor o levantisco, era condenado a muerte…
La abolición de la esclavitud en las colonias francesas pasó del discurso humanista al conflicto pragmático y a una sucesión de ambigüedades y contradicciones.
El capitán del barco sacó un pliego de instrucciones escritas de puño y letra de Víctor Hugues: “Francia, en virtud de sus principios democráticos, no puede ejercer la trata de esclavos. Pero los capitanes de navíos corsarios están autorizados, si lo estiman conveniente o necesario, a vender en puertos holandeses los esclavos que hayan sido tomados a los ingleses, españoles y otros enemigos de la República”. ¡Pero esto es infame! –exclamó Esteban-. ¿Y hemos abolido la trata para servir de negreros entre otras naciones? Barthélemy replicó secamente: “Yo cumplo con lo escrito. Vivimos en un mundo descabellado. Antes de la Revolución andaba por estas islas un buque negrero, perteneciente a un armador filósofo, amigo de Juan Jacobo. ¿Y sabe usted cómo se llamaba ese buque? El Contrato Social”…
Si bien había lineamientos dictados desde la metrópoli, las autoridades designadas a las colonias adaptaban esos lineamientos a conveniencia para terminar imponiendo, en la mayoría de los casos, “una suerte de gobierno unipersonal, autónomo e independiente”.
Un episodio lóbrego llegaría con el restablecimiento de la esclavitud en las colonias francesas de América. Más aún, Bonaparte prohibió la entrada a Francia de personas de color para evitar que esa nación experimentara un cambio de matiz en la piel como el “que se había extendido en España desde la invasión de los moros”.
Y eran cien, doscientos, seguidos de sus mujeres cargadas de niños, quienes se internaban en junglas y arcabucos, en busca del lugar donde podrían fundar palenques… En Cayena, en Sinnamary, en Kurú, en las riberas del Oyapec y del Maroní, se vivía en el horror. Los negros insometidos o levantiscos eran azotados hasta morir, descuartizados, decapitados, sometidos a torturas atroces. Muchos fueron colgados por las costillas en los ganchos de los mataderos públicos…
La Revolución Francesa sí transformaría al mundo, pero más en el plano de las ideas y propuestas, las cuales fueron adoptando en cada región modalidades particulares. En las colonias de América alimentarían los anhelos independentistas.
MINUCIOSA INVESTIGACIÓN
El acucioso rastreo de datos acerca de Víctor Hugues en ensayos históricos, así como en documentos y bibliotecas de las islas antillanas, permitió a Carpentier reconstruir el paso por el Caribe de este marsellés hijo de panadero que como grumete realizó varios viajes de Francia a América; que con el tiempo fue ascendido a piloto de naves comerciales y más tarde estableció un gran almacén en Port-au-Prince que fue saqueado y quemado durante la insurrección de esclavos. Por su cercanía con los jacobinos franceses, se le dotó de poderes para recuperar el control de las colonias francesas en las Antillas; así, permaneció durante largas temporadas en varias islas caribeñas aplicando las oscilantes políticas dictadas desde la metrópoli francesa.
Además de los pasos de Hugues, Alejo Carpentier efectúa una asombrosa reconstrucción de escenas de la época, puntualizando detalles de las costumbres, las creencias, las conductas, las prácticas comerciales, la arquitectura, la música, el vestir, los guisos, los aromas, los conocimientos, las creencias, los ideales, los sentimientos, las emociones y los bandos políticos, tanto en el Caribe como en Francia. Del París de la revolución, considerado el Máximo Teatro del Mundo por las radicales ideas políticas, refiere la diversidad ideológica que incluía “ciertas preocupaciones ultramontanas”.
En la Logia comentaban que en la corte de Slesvig se operaban curaciones milagrosas, mediante el magnetismo, llegando a transformarse un abedul, un nogal, un abeto, en manantiales de fluido benéfico. Se forzaban las puertas que ocultaban la visión del porvenir, comparando los oráculos debidos a ochenta y cinco formas de adivinación tradicional, que incluían la bibliomancia, la cristalomancia, la giromancia y la xilomancia. Se alcanzaba a la más extrema sutileza en la interpretación de los sueños. Y, por medio de la escritura automática, dialogábase con el yo profundo, consciente de vidas anteriores, que dentro de cada hombre se oculta…
Esa diversidad adquiere tintes propios en América, ese territorio que de tan desconocido fue visto como esperanza de renovación, como espacio de utopía.
Hallábase Esteban en las Bocas del Dragón, secular combate de las aguas dulces y las aguas saladas, devoradoras de tantas expediciones que abandonaron las saladas por las dulces, en busca de aquella Tierra de Promisión nuevamente movediza y evanescente… Y pensaba, acodado en la borda del Amazon, frente a la costa quebrada y boscosa, en la persistencia del mito de la Tierra de Promisión. Según el color de los siglos, cambiaba el mito de carácter, respondiendo a siempre renovadas apetencias, pero era siempre el mismo: había, debía haber, era necesario que hubiese en el tiempo presente un Mundo Mejor…
Enrique Anderson Imbert señala: “En El siglo de las luces están algunas de las mejores páginas de Carpentier: pasajes de empeño con descripciones poemáticas bien organizadas por una inteligencia de ensayista… Novela histórica con brillante atmósfera, con inteligente selección de hechos, con original perspectiva, con bien dibujados caracteres, con trama de aventuras, violencias, viajes, intrigas y amores. Impresionante es el análisis de la confusión en el proceso revolucionario: avances y retrocesos en la acción política, ritmos desiguales en la metrópoli y en las colonias, héroes que caen, oportunistas que trepan, cínicos que se aferran a sus posiciones, claudicantes, desilusionados, entusiastas” (Historia de la literatura hispanoamericana, FCE, 1977).
MAESTRÍA NARRATIVA
En la prosa fina y exuberante de Carpentier se respira la fascinación por Latinoamérica y en particular por el Caribe.
A veces, movido por las energías nuevas que la navegación le iba infundiendo, Esteban emprendía largas exploraciones de los acantilados, trepando, saltando, chapaleando, maravillándose de cuanto descubría al pie de las rocas. Eran vivas pencas de madréporas, la poma moteada y cantarina de las porcelanas, la esbeltez catedralicia de ciertos caracoles que, por su piones y agujas, sólo podían verse como creaciones góticas… Paraba el erizo sus dardos morados, cerrábase la ostra medrosa, encogíase la estrellamar ante el paso humano, en tanto que las esponjas, prendidas de algún peñasco inmerso, se mecían en un vaivén de reflejos. En ese prodigioso Mar de las Islas, hasta los guijarros del océano tenían estilo y duende; los había tan perfectamente redondos que parecían pulidos en tornos de lapidarios; otros eran abstractos en forma, pero danzantes en anhelo, levitados, espigados, asaeteados, por una suerte de impulso brotado de la materia misma… Los más portentosos cactos montaban la guardia en los flancos de esas Hespérides sin nombres a donde arribaban las naves en su aventurosa derrota…
Carpentier se regocija en la feracidad de la naturaleza caribeña y en la vastedad de la lengua española. Su narrativa es envolvente y, por momentos, delirante.
Maravilloso era, en la multiplicidad de aquellas Oceánidas, hallar la Vida en todas partes, balbuciente, retoñando, reptando, sobre rocas desgastadas como sobre el tronco viajero, en una perenne confusión entre lo que era de la planta y era del animal; entre lo llevado, flotado, traído, y lo que actuaba por propio impulso. Aquí ciertos arrecifes se fraguaban a sí mismos y crecían; la roca maduraba; el peñasco inmerso estaba entregado, desde milenios, a la tarea de completar su propia escultura, en un mundo de peces-vegetales, de setas-medusas, de estrellas carnosas… Ningún símbolo se ajustaba mejor a la Idea de Mar que el de las anfibias hembras de los mitos antiguos, cuyas carnes más suaves se ofrecían a la mano del hombre en la rosada oquedad de los lambíes, tañidos desde siglos por los remeros del archipiélago, de boca pegada a la concha para arrancarles una bronca sonoridad de tromba, bramido de toro neptuniano, de bestia solar, sobre la inmensidad de lo entregado al sol…
La narrativa de Carpentier es una celebración a las infinitas posibilidades de la lengua española, a partir de un profundo conocimiento de la misma pero también como un territorio siempre abierto a la exploración y el descubrimiento, como lo hace el autor al rescatar los términos de la navegación marítima de antaño.
Por momentos es un torrente verbal, pero también crea pequeñas estampas magníficas, como al describir el destierro a las Antillas de un jacobino antes temido en París:
Billaud-Varennes escribía a la luz de un candil. De cuando en cuando mataba con un potente manotazo algún insecto que se hubiera posado sobre sus hombros o su nuca. Cerca de él, echada sobre un camastro, la joven Brígida, desnuda, se abanicaba los pechos y los muslos con un número viejo de La décade philosophique…
Mario Benedetti apunta: “Muchas veces se ha destacado, con razones y ejemplos válidos, el carácter barroco de la narrativa de Carpentier”. A esa característica, Benedetti añade “la estructura catedralicia de El siglo de las luces, obra maestra en la narrativa de Carpentier y en la novela latinoamericana” (El recurso del supremo patriarca, Nueva Imagen, 1979).
DE MUJERES Y HEROÍNAS
La rígida y estratificada sociedad patriarcal daba un sitio privilegiado a los hombres, que gozaban de facilidades de movimiento, apoyos para la aventura, la gloria ante el éxito y la indulgencia en caso de fracasar. No obstante, pese a las condiciones adversas, surgirían mujeres destacadas por su lucidez, compromiso con causas justas y voluntad de lucha.
Esteban la miraba con enorme tristeza. Nunca se hubiese esperado escuchar, en boca de Sofía, semejante enumeración de lugares comunes para uso burgués: “hacer la felicidad de un hombre”; “la seguridad que siente la mujer al saberse acompañada en la vida”. Era pavoroso pensar que un segundo cerebro, situado en la matriz, emitía ahora sus ideas por boca de Sofía –aquélla, cuyo nombre definía a la mujer que lo llevara como poseedora de “sonriente sabiduría”, de gay saber…
Carpentier crea un personaje femenino con un profundo anhelo de libertad y justicia, tan fuerte como el de amar y ser amada. Ella se adapta a regañadientes a los roles que le asigna la sociedad, pero en privado alimenta sus sueños hasta no poder contenerlos más y terminar superando a los hombres que le servían como modelo e inspiración.
«¿Quieres volver a tu casa?», preguntó Víctor atónito. «Jamás volveré a una casa de donde me haya ido, en busca de otra mejor», respondió Sofía. «¿Dónde está la casa mejor que ahora buscas?» «No sé. Donde los hombres vivan de otra manera. Aquí todo huele a cadáver. Quiero volver al mundo de los vivos; de los que creen en algo. Nada espero de quienes nada esperan»…
Era uno de los legados del siglo XVIII, que experimentó un intenso impulso en las ciencias, en las humanidades y en la voluntad de cambios profundos.
EMBAJADOR LITERARIO
En 1943, durante su estancia en Haití, Alejo Carpentier se encontró en contacto cotidiano con lo que llamó lo real maravilloso. “Pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del continente, desde los buscadores de la fuente de la eterna juventud hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de mitológica traza de nuestras guerras de independencia”.
Lo real maravilloso vive en los pueblos latinoamericanos, está plasmado en sus creencias, costumbres, emociones y hasta en su léxico.
Esteban se maravillaba al observar cómo el lenguaje, en estas islas, había tenido que usar de la aglutinación, la amalgama verbal y la metáfora, para traducir la ambigüedad formal de cosas que participaban de varias esencias. Del mismo modo que ciertos árboles eran llamados “acacia-pulseras”, “ananás-porcelana”, “madera-costilla”, “escoba-las-diez”, “primo-trébol”, “piñón-botija”, “tisana-nube”, “palo-iguana”, muchas criaturas marinas recibían nombres que, por fijar una imagen, establecían equívocos verbales, originando una fantástica zoología de peces-perros, peces-bueyes, peces-tigres, roncadores, sopladores, voladores, colirrojos, listados, tatuados, leonados, con las bocas arriba o las fauces a medio pecho, barrigas blancas, espadones y pejerreyes; arranca testículos el uno, herbívoro el otro, venenoso el de más allá cuando había comido pomas de manzanillo, sin olvidar el pez-vieja, el pez-capitán, con su rutilante gola de escamas doradas, y el pez-mujer –el misterioso y huidizo manatí…
Carpentier decidió difundir por el mundo, mediante su destreza narrativa, la diversidad de esa magia que palpita y da vida a Latinoamérica.
Carlos Fuentes afirma: “Interpretada a menudo, y con justicia, como la cima del realismo mágico y barroco hispanoamericano, la obra de Carpentier no es sólo la cúspide, sino las laderas. Como toda literatura auténtica, la del gran novelista cubano cierra y abre, culmina e inaugura, es puerta de un campo a otro… La obra entera de Carpentier es una doble adivinación: a la vez, memoria del futuro y predicción del pasado… La revolución histórica es adivinación literaria cuando la escritura, como en la obra de Carpentier, es radicalmente poética: sólo la poesía puede proponer a un mismo tiempo múltiples verdades antagónicas, una visión realmente dialéctica de la vida”.
Y añade: “Como en Cervantes, en Carpentier la palabra es fundación del artificio: exigencia, desafío que obliga al lector a penetrar los niveles de lo real que la realidad cotidiana le niega o le vela. Gracias a esta representación de la representación, Carpentier revoluciona la técnica narrativa en lengua española: pasamos de la novela fabricada a priori a la novela que se hace a sí misma en su escritura… En Los pasos perdidos, El reino de este mundo, El siglo de las luces, Guerra del tiempo, Concierto barroco, El arpa y la sombra, El acoso y El recurso del método Carpentier nos ofrece el camino hacia la pluralidad de los tiempos que es el verdadero tiempo de la América española: condición de su historia, espejo de su autorreconocimiento y promesa patética de su lucha por un porvenir de justicia” (La gran novela latinoamericana, Alfaguara, 2011).
MÁS ALLÁ DE LA NOVELA
Alejo Carpentier era muy consciente del desafío que se había planteado como escritor. En su ensayo “Problemática de la actual novela latinoamericana” (UNAM, 1982), sostiene que la novela no es solamente una obra literaria que produce placer estético, como establece la definición clásica. Él estaba convencido -y lo convirtió en su empeño literario- de que la novelística podía convertirse en “un instrumento de indagación, un modo de conocimiento de hombres y de épocas –modo de conocimiento que rebasa, en muchos casos, las intenciones de su autor-”.
Y añadía: “El método naturalista-nativista-tipicista-vernacular aplicado, durante más de treinta años, a la elaboración de la novela latinoamericana nos ha dado una novelística regional y pintoresca que en muy pocos casos ha llegado a lo hondo –a lo realmente trascendental- de las cosas… A mostrarnos lo que de universal pueda hallarse en las gentes nuestras”.
Se requería una inmersión profunda: “Creo que ciertas realidades americanas, por no haber sido explotadas literariamente, por no haber sido nombradas, exigen un largo, vasto, paciente, proceso de observación”. Pero no era una tarea simple, como el propio Carpentier lo había experimentado con su primera novela (Ecue-Yamba-O): “Yo crecí en el campo de Cuba en contacto con campesinos negros e hijos de campesinos negros, que, más tarde, muy interesado por las prácticas de la santería y del ‘ñañiguismo’ asistí a innumerables ceremonias rituales. Con esa ‘documentación’ escribí la novela… Al cabo de veinte años de investigaciones acerca de las realidades sincréticas de Cuba, me di cuenta de que todo lo hondo, lo verdadero, lo universal, del mundo que había pretendido pintar en mi novela había permanecido fuera del alcance de mi observación”.
La propuesta de Carpentier era trascender, una y otra vez, los límites de la novela.
DE PERFIL
Hijo de un arquitecto francés y una profesora de idiomas rusa, Alejo Carpentier Valmont nació en Lausana, Suiza, el 26 de diciembre de 1904. A los pocos meses, su familia migró a La Habana, donde Carpentier experimentaría, desde la infancia, el prolífico cruce de las culturas europea, criolla y africana.
Para 1927 es parte de los jóvenes intelectuales que siguen con atención el cubismo en la pintura, la poesía de vanguardia, las modernas tendencias musicales y que buscaban plasmar lo nacional como una manera de romper la dependencia cultural.
En 1928, tras pasar seis meses en la cárcel por firmar un manifiesto contra la dictadura de Machado, huye a Francia, donde permanece once años. Ahí inicia su carrera literaria con un punto destacado al publicar su primera novela Ecué-Yamba-Ó (Loado sea Dios, en lengua yoruba), “una sucesión de estampas afrocubanas en las que predomina la denuncia política y el documento étnico y social”, señala Sergio Nudelstejer.
Regresó a Cuba en 1939, “con el ansia y la voluntad de expresar al mundo de América, de hacer que se le conociera en todos los confines. América sería su vocación y exploró las formas de conocerla mejor, de identificarse más con el continente”, añade Nudelstejer.
El propio Carpentier escribió: “América se presentaba como una enorme nebulosa que yo trataba de comprender, pues sentía vagamente que mi obra se desarrollaría allí, que iba a ser profundamente americana… Me consagré durante años enteros a leer todo lo que encontraba sobre América”.
En su estancia en París estableció relación son múltiples artistas y escritores. Con algunos entabló una amistad duradera, como con Luis Cardoza y Aragón, quien afirmaría acerca de la narrativa de Carpentier: “No hay momentos muertos en su tejido verbal, en las crepitaciones de texturas y de gusto, de olfato y de visión plástica, de varios ritmos y tonos orquestados en anécdotas de alcances universales” (El río, FCE, 1986).
Su obra fue ampliamente reconocida. En 1975 se le otorgó el Premio Alfonso Reyes, en México. En 1977, fue distinguido con el Premio Cervantes, en España. Se le mencionó entre los candidatos al Premio Nobel de Literatura.
El 24 de abril de 1980, Carpentier cumplía labores diplomáticas en París cuando la muerte le sorprendió.
“Puede decirse que su carrera fue un esfuerzo ininterrumpido por penetrar en lo oculto y en lo real, lo histórico y lo social. No fue fácil tarea. Pero su obra es el resultado serio, firme, comprensible, amoroso de este intento”, escribió Nudelstejer.
[ Gerardo Moncada ]Otra obra de Alejo Carpentier:
El reino de este mundo.