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La penúltima película del director italiano Bernardo Bertolucci, «Los soñadores» (The dreamers, 2003), es un homenaje muy personal a la revuelta parisina de 1968.
En plena convulsión política y cultural de ese año, tres jóvenes se conocen y el encuentro deriva en una relación triangular que irá de la cinefilia al magnetismo sexual, de la rebelión política al descubrimiento de las más profundas pulsiones.
En buena medida, la cinta es un homenaje al cine, pues los personajes debaten constantemente acerca de temas cinematográficos, se desafían con trivias y anhelan revivir escenas de los clásicos de Hollywood, del cine independiente y de la Nueva Ola francesa (como cuando recrean la célebre escena de Godard de jóvenes cruzando a la carrera los pasillos del museo Louvre).
Como contexto sonoro, la pista musical es excelente, de Edith Piaf a Janis Joplin, de Charles Trenet a The Doors.
Y, por supuesto, las ideas políticas de ese tiempo y las acaloradas discusiones que a veces no pasaban de ser eso. En una escena un chico le reclama a otro: «Algo está pasando, algo que podría ser muy importante, que vislumbra la posibilidad de un cambio. Pero no estás allá afuera. Estás aquí, bebiendo un vino caro, hablando de cine y de maoísmo».
Detrás de las cámaras
En ese año de 1968, el todavía desconocido Bertolucci tenía 27 años y estaba filmando en Roma su tercer película. Al hablar de la década de 1960 dijo que no recordaba ninguna época como aquella, en la que todo se conjugaba y confundía en una especie de armonía: la pasión por el cine, la política, la cultura, el jazz, el rock, la filosofía, el sexo… Y eso es lo que buscó plasmar en Los soñadores.