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Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco

El 30 de junio de 1939 nació José Emilio Pacheco, notable poeta, novelista, ensayista y cuentista mexicano que falleció el 26 de enero de 2014.

Las batallas en el desierto (Ed. Era) es un juego de niños que opera como ventana en la memoria de un hombre maduro, que ordena los recuerdos con sus ojos de infancia -azorados ante lo que le rodea- y experimenta al mismo tiempo un mundo de adultos autoritarios, una tradicional ciudad de México que se desvanece, la avanzada aplastante de un consumismo al estilo estadounidense y el embate sorpresivo y fulminante del amor.

“Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquel? Ya había supermercados pero no televisión, radio tan solo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica de Almas (…) Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a matinés con una de episodios completa: La invasión de Mongo era mi predilecta…”

Con estilo directo y prosa depurada, Las batallas en el desierto hace referencia a una ciudad de México que -alrededor de 1950- experimentaba un cambio tan acelerado que casi todo lo descrito se esfumó en un suspiro, como si sólo fuera nombrado para desaparecer, igual que el amor imposible y escandaloso de su personaje, el pequeño Carlos.

Esta novela corta, publicada en 1981, recrea un pasado cercano, fresco aún en el recuerdo, pero ya convertido en retrato de época de la otra Ciudad de México, que era recorrida por tranvías amarillos y autobuses de distintos colores; los transeúntes usaban sombrero; se podía comprar una torta de chorizo, dos de lomo y un refresco con menos de diez pesos; las marcas comenzaban a sustituir los productos que nombraban («dame un clínex»); los refrescos (Sidral Mundet, Cocacola) desplazaban a las aguas de fruta; los bolígrafos reemplazaban al tintero, maguillo y secante en las escuelas; iniciaba la costumbre de comprar las gallinas muertas y desplumadas en vez de aves vivas; gran cantidad de casas porfirianas (afrancesadas, de fines del siglo XIX) todavía no eran demolidas para construir “edificios horribles”; los recipientes de metal o cristal aún no eran reemplazados por los de plástico; muchos refrigeradores todavía no eran eléctricos y funcionaban con un bloque de hielo que las familias de clase media compraban cada mañana… Era otra ciudad.

Y los niños se inventaban guerras y al salir de la escuela caminaban solos por las calles sin riesgo, o iban al cine o visitaban a sus amigos, y se movían con tal libertad que era necesario intimidarlos con terroríficas historias acerca del Robachicos o El Hombre del Costal.

Hasta que un día, sin saber cómo, irrumpía el enamoramiento, brotaba un ingenuo e inexplicable deseo, y de golpe terminaba la inocencia bajo los duros cartabones de una moralidad que, esa sí, seguía resistiendo victoriosa ante los embates de la modernidad.

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Algunos pasajes:

“Nos enseñaban geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo”.

“Para el impensable 1980 se auguraba -sin especificar cómo íbamos a lograrlo- un porvenir de plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres, sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una casa ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada. Las máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes, cruzadas por vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra. La utopía al fin conquistada”.

“Mi padre acababa de aprobar, el primero en su grupo de adultos, un curso nocturno e intensivo de inglés y diariamente practicaba con discos y manuales. Qué curioso ver estudiando a una persona de su edad, a un hombre viejísimo de 42 años”.

“Mi hermano Héctor leía Mi lucha, libros sobre el mariscal Rommel, la Breve historia de México del maestro Vasconcelos, Garañón en el harén, Las noches de la insaciable, Memorias de una ninfómana, novelitas pornográficas impresas en La Habana que se vendían bajo cuerda en San Juan de Letrán y en los alrededores del Tívoli. Mi padre devoraba Cómo ganar amigos e influir en los negocios, El dominio de sí mismo, El poder del pensamiento positivo, La vida comienza a los cuarenta. Mi madre escuchaba todas las radionovelas de la XEW mientras hacía sus quehaceres y a veces descansaba leyendo algo de Hugo Wast o M. Delly”.

“En voz baja y un poco acezante el padre Ferrán me preguntó detalles: ¿Estaba desnuda? ¿Había un hombre en la casa? ¿Crees que antes de abrirte la puerta cometió un acto sucio? Y luego: ¿Has tenido malos tactos? ¿Has provocado derrame? No sé qué es eso, padre. Me dio una explicación muy amplia. Luego se arrepintió, cayó en cuenta de que hablaba con un niño incapaz de producir todavía la materia prima para el derrame, y me echó un discurso que no entendí: Por obra del pecado original, el demonio es el príncipe de este mundo y nos tiende trampas (…) Dije: Sí padre; aunque no podía concebir al demonio ocupándose personalmente de hacerme caer en tentación. Mucho menos a Cristo sufriendo porque yo me había enamorado de Mariana…”

“No, no me había curado: el amor es una enfermedad en un mundo en que lo único natural es el odio”.

“Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola”.

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Otras voces
Octavio Paz dijo que José Emilio Pacheco era uno de los poetas mexicanos de más “delicada y poderosa construcción verbal”. En José Emilio Pacheco: Naufragio en el desierto (1987) dice:
“Cada poema de Pacheco es un homenaje al No; para José Emilio el tiempo es el agente de la destrucción universal y la historia es un paisaje de ruinas”.

Margo Glantz escribió en la Revista de la Universidad de México:
“En Las batallas en el desierto [Pacheco] regresa a un tema que desde muy joven le preocupaba, pero de manera más profunda y ajustada literariamente, las peripecias aparentemente banales de la vida de un adolescente y sus vivencias; al sesgo, es decir, a través de la mirada infantil, se muestran los cambios políticos fundamentales acaecidos en el país, cuando éste empezó a entrar imperceptiblemente en la etapa de modernización que desembocaría en lo que ahora llamamos globalización; además, la política de la corrupción que imperó en el sexenio de Miguel Alemán, política que de alguna manera nos ha conducido al país en que vivimos hoy” (noviembre, 2007).

Sergio Pitol escribió en José Emilio Pacheco, renacentista:
“Como los hombres del Renacimiento, intuyó muy pronto que la sabiduría consiste en integrar todo en todo, lo grandioso con lo minúsculo, el hermetismo con la gracia, lo público con el sigilo (…) He seguido con estupor y admiración su labor narrativa, donde destacan dos excepcionales novelas cortas: El principio del placer y Las batallas en el desierto, historias ambas de iniciación, donde sus protagonistas, Jorge y Carlos respectivamente, en el albor de la adolescencia viven su primer amor en un marco de violencia, de dolor y desengaño. De ambas experiencias salen golpeados no sólo por su derrota amorosa sino por el descubrimiento de las circunstancias putrefactas familiares y políticas que constituyen su entorno inmediato” (Letras libres, enero 2002).

La experta en letras Neige Sinno escribió en 2009:
“Es reductor considerar Las batallas en el desierto únicamente como una novela de iniciación didáctica: aunque los protagonistas sean jóvenes y el lenguaje límpido, su carácter es muy distinto. Su tema principal es la memoria, es decir la lucha desesperada y perdida de antemano que entabla la memoria para recobrar el sabor de lo que ha sido olvidado. Nuestros intentos para recuperar el pasado son batallas en el desierto, combates condenados a la derrota. La pérdida de la juventud, la imposibilidad de parar la fuga del tiempo, la prueba de la desaparición de las cosas y los seres que uno ha conocido, la conciencia de una muerte inevitable; esos desastres sutiles y comunes son las magras cosechas de la edad”.
“La novela no está dirigida a lectores niños, pues para percibir el paso del tiempo y lamentarlo, uno tiene que haber salido, aunque sea sólo un poco, de la juventud. Ahí justamente reside la ironía del relato de Pacheco: está escrito en el tono melancólico del adulto que sabe que nada será salvado, pero recuerda la época en la cual todavía ignoraba la condena. En el contraste y el encuentro, entre las dos percepciones del tiempo reside lo trágico y la belleza de esta breve novela”.

Elena Poniatowska escribió en La hoguera y el viento. José Emilio Pacheco ante la crítica (UNAM/Era, 1987):
“Para nuestra desgracia las profecías y el pesimismo de José Emilio Pacheco han sido totalmente desbordados por la realidad. Ahora nos dormimos los mexicanos repitiéndonos: ‘José Emilio tenía razón’ (…) José Emilio transforma los sucesos de la vida diaria en materia memorable. Comparte con Unamuno el sentimiento trágico de la vida. Su sentido del humor también es trágico (…) José Emilio nos ha dado una obra maestra, una verdadera joya de la literatura mexicana que refulge con luz propia: Las batallas en el desierto. Recuerdo con qué emoción leí esa novela y el asombro y el gusto y el regusto y la alegría que les causó a muchísimos amantes de la literatura. Con el tiempo, esta novela cobra cualidades que van acendrándose: su claridad, su sencillez, la ternura que emana de cada una de sus páginas. Es el libro de los cuarenta que nos hacía falta, el que todos queríamos leer, el que nos merecíamos para no olvidar”.
“La aportación de José Emilio Pacheco a las letras mexicanas es la autenticidad, la familiaridad, la confidencia, el amor al prójimo, la sencillez e inteligencia y el don de síntesis, ya que dice todo en muy pocas palabras”.

El experto en literatura hispanoamericana, Hugo J. Verani, escribió en Disonancia y desmitificación en Las batallas en el desierto (1985):
“En contraste con el experimentalismo y la complejidad estructural de la narrativa de los sesenta, Las batallas en el desierto sorprende por la sobriedad expositiva y el regreso a la espontaneidad. Pacheco parte de lo cotidiano e inmediato, del intrascendente mundo de la adolescencia, con el propósito de reconstruir el espacio sociocultural de un momento histórico, el del México de la segunda postguerra”.
“Pacheco practica el arte de la reticencia y de la omisión, reduce los medios expresivos a lo indispensable. El narrador no describe directamente los hechos, no documenta ni reflexiona, sino que va aludiendo elípticamente al trasfondo sociocultural (valores, hábitos, actitudes, lenguaje) para sugerir, por inferencia, las causas de la decadencia de un modo de vida. El enfrentamiento entre el niño y los adultos va descubriendo la intransigencia y turbiedad de las relaciones humanas, en sincronía con el derrumbe social del país”.

[ Gerardo Moncada ]

 

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