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La señora Dalloway, de Virginia Woolf

”Se sentía muy joven, y al mismo tiempo indeciblemente avejentada. Como un cuchillo atravesaba todas las cosas; y al mismo tiempo estaba fuera de ellas, mirando…”

La señora Dalloway es una novela de flujos de conciencia, con mínimos acontecimientos. La historia se desarrolla en un día de 1923, en un Londres que experimenta contrastes sociales luego de la Primera Guerra Mundial: se respira el optimismo de la victoria, pero también el trauma e incluso el resentimiento.

Ese día, por distintas circunstancias, muy variados personajes incidirán de una u otra forma en Clarissa Dalloway y la llevarán a reflexionar acerca de su vida. Y ella, sin pretenderlo, influirá en los demás.

En mayor o menor grado, los personajes se descubren insatisfechos, a disgusto, y con la noción de que el tiempo corre, el presente se escapa, la vida parece esfumarse. Este sentimiento aflora incluso entre quienes llevan una vida frívola y se encuentran atareados en asuntos banales.

Pero Clarissa temía al tiempo en sí mismo, y había leído en el rostro de lady Bruton… como si fuera un círculo tallado en impasible piedra, que la vida iba acabándose, que año tras año quedaba recortada su participación en ella, que el margen que le quedaba poco podía ya ampliarse, poco podía absorber, como en los años juveniles, los colores, las sales, los tonos de la existencia…

La protagonista cobra conciencia de que se ha diluido la fuerza, el ímpetu juvenil que compartía con su desparpajada amiga Sally Seton:

Iban a reformar el mundo. Querían fundar una sociedad que aboliera la propiedad privada… leía a Platón en cama antes del desayuno, leía a Morris, leía a Shelley a todas horas…

La vida de Clarissa oscila entre un presente agitado, superficial, frío y un estimulante pasado, rico en sueños, asombros, atrevimientos. Cada elemento de su presente le evoca recuerdos.

Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa. ¡Qué fiesta!¡Qué aventura! Siempre tuvo esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras abría de par en par el balcón, en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que este, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana, como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que la embargaba, mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir…

EL IMPERIO DE LA SUBJETIVIDAD

Para Virginia Woolf, la subjetividad lo invade todo, incluso los hechos más concretos. Así lo plantea cuando la vida londinense se ve interrumpida por un avión que comienza a trazar letras en el cielo; este hecho objetivo y único adquiere múltiples interpretaciones, pues cada espectador deduce un mensaje distinto al identificar letras diferentes. Con mayor razón habrá múltiples apreciaciones para ese poliedro que es el devenir de cada vida.

La autora sigue los pensamientos de personas que deambulan por la ciudad y se cruzan; unas sin conocerse, otras que se conocen demasiado. Con dominio narrativo coloca en el mismo plano los breves diálogos, las ideas de los personajes, sus apreciaciones de lo que observan, sus recuerdos, sus emociones, sus obsesiones.

Las metáforas son sutiles, como cuando el desconcierto provoca en Clarissa una sacudida interior: “tal como la planta en el cauce del río siente el golpe del remo y se estremece”.

Sólo por momentos, Woolf se desprende del flujo de conciencia de sus personajes para ofrecer una breve deliberación especulativa en torno a ellos.

VARIAS VIDAS EN UNA

La prosa de Virginia Woolf corre como una ráfaga que, sin detenerse, absorbe lo que le rodea y nos lo devuelve transfigurado. Esa intensidad opera en lo íntimo y en lo social. Todo nos toca, todo nos concierne, parece decir la escritora al explorar varias vidas que de una u otra forma tocan a la señora Dalloway.

Esta avanzada época de la experiencia del mundo había formado en todos, todos los hombres y todas las mujeres, un pozo de lágrimas. Lágrimas y penas, valor y capacidad de soportar, una apostura perfectamente erguida y estoica…

Woolf pone énfasis en lo poco que se dice y lo mucho que se piensa, en la contención de los sentimientos.

Nunca hablaban de aquel sentimiento; durante años no habían hablado de él; lo cual, pensó [Richard Dalloway], sosteniendo en la mano las rosas rojas y blancas es el mayor error del mundo. Llega el momento en que no puede decirse… Es una lástima muy grande no decir nunca lo que uno siente, pensó… (Pero Richard no consiguió decirle que la amaba; no con estas palabras.)

En las personas hay una cierta dignidad; una soledad; incluso entre marido y mujer media un abismo; y esto debe respetarse, pensó Clarissa; se trataba de algo de lo que una no podía desprenderse, ni quitarlo al marido contra su voluntad, sin perder la propia independencia, el respeto hacia una misma…

A menudo había querido, Sally, mandarle una carta, pero la rasgó, aunque estimaba que Peter comprendería, ya que la gente comprende sin que las cosas se digan…

Si bien hay momentos en que los personajes se detienen ante escenas fijas, con mínimo movimiento, esa quietud contrasta con su desbocado flujo de conciencia al analizar lo que miran. Y, por supuesto, la simple ubicación de cada personaje influirá en su apreciación de lo observado, así como el pesado bagaje de memorias y experiencias que carga y evoca.

En un café, Peter Walsh observa el entusiasmo de la juventud londinense:

El pasado enriquecía, y la experiencia, y el haber querido a una o dos personas, al igual que el haber adquirido la capacidad, de la que carecen los jóvenes, de seguir atajos, de hacer lo que a uno le gusta, sin importarle a uno un pimiento lo que la gente diga e ir y venir sin grandes esperanzas (dejó el periódico en la mesa y se alejó), lo cual, sin embargo (fue a buscar el sombrero y el abrigo), no era totalmente verdad en cuanto a él hacía referencia, al menos esta noche…

Sólo a Lucrezia, esposa de Septimus, se le escapan los pensamientos, quizá por ser italiana:

Me gustaría que vieran los jardines de Milán –dijo Lucrezia en voz alta. Pero, ¿a quién? No había nadie. Sus palabras se desvanecieron. Como se extingue un cohete. Brilla, después de haberse abierto paso en la noche, se rinde a la noche, desciende la oscuridad, cubre los perfiles de casas y torres, se suavizan las laderas de las colinas, y se hunden. Pero pese a que todo desaparece, la noche está repleta; privado de color, en la ceguera de las ventanas, todo existe de manera más grave, todo da lo que la franca luz del día no puede transmitir, la inquietud y la intriga de las cosas conglomeradas en las tinieblas; apiñadas en las tinieblas, carentes del relieve que les da el alba cuando, pintando los muros de blanco y de gris, rebrillando en los cristales de las ventanas, levantando la niebla de los campos, mostrando las vacas pardirrojas que pastan en paz, todo queda de nuevo amarrado a los ojos; todo existe otra vez. Estoy sola, ¡estoy sola!, gritó junto a la fuente de Regent’s Park, quizá como lo estoy a medianoche cuando, borrados todos los límites, el país recupera su antigua forma, tal como los romanos lo vieron…

A la excelencia en la prosa se suma la complejidad de la trama y de la estructura narrativa. De esa conjunción deriva el personalísimo estilo literario de Woolf, entre simbólico y poético.

MENTES ALTERADAS

Tras la Primera Guerra Mundial, la alegría y el optimismo invaden a los jóvenes ingleses, así como a un frívolo sector acomodado. Pero también en casa hay vencedores y vencidos. Quienes se sienten excluidos de los beneficios de la victoria arrastran traumas, humillaciones y resentimientos.

Aunque los Dalloway contratan a Doris Kilman como maestra de su hija, con la intención de ayudar a la instructora, ésta no puede ocultar su rencor social hacia Clarissa:

¡Insensata! ¡Atontada! ¡No sabes lo que es el dolor ni lo que es el placer! ¡Has empleado tu vida en trivialidades! Y se alzó en ella un poderoso deseo de avasallarla, de desenmascararla… En vez de yacer en el sofá, Clarissa Dalloway hubiera debido estar en una fábrica o detrás de un mostrador, ¡la señora Dalloway y todas las demás lindas señoras!… La señora Dalloway procedía de una familia perteneciente a la clase más indigna, la clase de los ricos con un barniz de cultura…

La profesora se refugia en la religión para atemperar su odio, que se convierte en un puritanismo aleccionador no siempre bien recibido.

¡Cuán detestables eran!… pensó Clarissa, al verlas torpes, ardientes, dominantes, hipócritas, subrepticiamente vigilantes, celosas, infinitamente crueles y carentes de escrúpulos… ¿Acaso ella había intentado alguna vez convertir a alguien? ¿Acaso no deseaba que cada persona fuera, simplemente, ella misma?…

Otro es el caso de Septimus, joven excombatiente con severas afectaciones mentales:

He estado muerto, y sin embargo ahora estoy vivo, pero dejadme descansar en paz, suplicó (volvía a hablar para sí, ¡era horrible!); y, tal como ocurre antes de despertar, las voces de los pájaros y el sonido de las ruedas cantan y suenan en una extraña armonía, y adquieren más y más fuerza, y el durmiente siente que es arrastrado hacia las playas de la vida, y de esta manera sintió Septimus que era arrastrado hacia la vida, que se hacía más cálida la luz del sol, que sonaban con más fuerza los gritos, y algo tremendo, algo horrible, estaba a punto de ocurrir. Solo tenía que abrir los ojos, pero sentía un peso en ellos, un temor…

Virginia Woolf, afectada desde los 23 años por problemas psicóticos, podía describir con pleno conocimiento las afecciones de Septimus:

Uno no puede traer hijos a un mundo como este. Uno no puede perpetuar el sufrimiento, ni aumentar la raza de estos lujuriosos animales, que no tienen emociones duraderas, sino tan solo caprichos y vanidades que ahora les llevan hacia un lado y luego hacia otro. Porque la verdad es que los seres humanos carecen de bondad, de fe, de caridad, salvo en lo que sirve para aumentar el placer del momento. Cazan en jauría. Las jaurías recorren el desierto, y chillando desaparecen en la selva. Abandonan a los caídos. Llevan una máscara de muecas… Su esposa lloraba, y él no sentía nada; pero cada vez que su esposa lloraba de aquella manera profunda, silenciosa, desesperanzada, Septimus descendía otro peldaño en la escalera que le llevaba al fondo del pozo…

CORO DE PENSAMIENTOS Y EVOCACIONES

En un pasaje, Peter Walsh recuerda su larga amistad de casi treinta años con Clarissa:

Uno recibía una semilla, aguda, cortante, incómoda, que era el encuentro en sí; casi siempre horriblemente penoso; pero en la ausencia, en los más improbables lugares, la semilla florecía, se abría, derramaba su aroma, le permitía a uno tocar, gustar, mirar alrededor, tener la sensación total del encuentro, su comprensión, después de haber permanecido años perdido, De esta manera regresaba Clarissa a él… Ella había ejercido en él más influencia que cualquier otra persona, entre todas las que había conocido. Y siempre de esta manera, yendo a él sin que él lo deseara, fría, señorial, crítica; o arrebatadora, romántica, evocando un campo inglés o una cosecha…

En La señora Dalloway, la autora exhibe a una sociedad estratificada, rígida, prejuiciosa, superficial, donde todos juzgan a los demás mientras cada cual se ve inmerso en múltiples batallas interiores: “La mitad de las veces Clarissa no hacía las cosas por sí misma, sino para que la gente pensara esto o lo otro, lo cual le constaba era una perfecta estupidez. ¡Oh, si pudiera comenzar a vivir de nuevo!”. Son personajes de apariencia inmutable, pero sus almas viven atormentadas, en ebullición.

Clarissa lo había sentido precisamente aquella mañana: el terror, la abrumadora incapacidad de vivir hasta el fin esta vida puesta por los padres en nuestras manos, de andarla con serenidad; en las profundidades del corazón había un miedo terrible…

Woolf construye una profusa enramada de estados anímicos, de almas que anhelan gritar todo aquello que los individuos ocultan, que claman por todo lo que la vida les negó, que añoran todo lo que abandonaron.

La voz de Sally Seton había perdido aquella arrebatadora riqueza de antaño; sus ojos no brillaban ahora cual solían brillar cuando fumaba cigarros, cuando corría por un pasillo para buscar una esponja, totalmente desnuda, y Ellen Atkins preguntaba: ¿y si los caballeros la hubieran visto? Pero todos la perdonaban… Todos la adoraban (salvo papá, quizá)… Era su cordialidad; era su vitalidad; pintaba, escribía. Las viejas del pueblo, incluso hacia los presentes días, siempre preguntaban por “su amiga, la del manto rojo, que tan lista parecía”… Era debido a su audacia, su temeridad, su melodramático amor a ser el centro de todo y a hacer escenas, lo cual, solía pensar Clarissa, la llevaría a una horrible tragedia, a la muerte, al martirio, pero, por el contrario, se había casado, de modo totalmente imprevisible, con un hombre calvo, siempre con una gran flor en el ojal, que, según se decía, tenía fábricas de tejidos de algodón en Manchester. ¡Y Sally tenía cinco hijos!…

Esta novela conduce al punto de quiebre de la protagonista: “Tenía la rarísima sensación de ser invisible, no vista, desconocida… solo le quedaba este ser la señora Dalloway, ahora ni siquiera Clarissa, este ser la señora de Richard Dalloway”. Poderoso relato de evocaciones de experiencias vitales con el reconocimiento de que la vida comienza a quedar atrás.

Al pasar los jóvenes, con sus carteras de negocios, terriblemente contentos de haber quedado en libertad, y también orgullosos, aunque en silencio, de pisar aquel famoso pavimento; cierta clase de alegría, barata, un poco de oropel, si se quiere, pero de todos modos intensa, iluminaba sus rostros… Les perfilaba, les refinaba, la amarilloazulenca luz del atardecer; y en las hojas de la plaza la luz lucía cárdena y lívida; las hojas parecían hundidas en agua marina, el follaje de una ciudad sumergida…

DE PERFIL

Adelina Virginia Stephen nació en Londres el 25 de enero de 1882. Hija del novelista, biógrafo, historiador y ensayista Leslie Stephen, fue educada por sus padres con una sólida formación literaria. Su hogar solía ser visitado por artistas reconocidos, como los escritores Henry James y Alfred Tennyson, el pintor Edward Burne-Jones, el poeta James Russell Lowell y la fotógrafa Julia Margaret Cameron. Virginia tomó de su padre el modelo del intelectual analítico y de él recibió la influencia para moldear su carácter audaz e intransigente, su interés por las biografías y su pasión por las caminatas.

Hasta los doce años, pasó temporadas de verano con su familia en una casa en Cornualles, que tenía vista a la playa de Porthminster y al faro de Godrevy. Este sitio dejó profunda huella en Virginia y se convirtió en escenario de varias de sus obras.

Enfrentar a los trece años la muerte de su madre y dos años después la de su media hermana le produjo la primera crisis emocional. En 1905, el fallecimiento de su padre le provocó una depresión en grado clínico, por lo que debió ser internada. En lo sucesivo, las crisis depresivas serían un problema recurrente.

¿En qué soñaba Clarissa mientras contemplaba el escaparate de Hatchards? ¿Qué pretendía recobrar? ¿Qué imagen de blanco amanecer en el campo, mientras en el libro abierto leía: “ya no temas el ardor del sol, ni las furiosas rabias invernales”?

Ante la orfandad, Virginia y sus hermanos decidieron vivir en el barrio londinense de Bloomsbury, donde organizaban tertulias intelectuales con la asistencia de ex compañeros universitarios de su hermano Thoby. A este grupo se le conocería como el Círculo Bloomsbury. Entre los asistentes estaban E. M. Forster, J. M. Keynes, Ludwig Wittgenstein, Bertrand Russell, Lytton Strachey y dos personas que serían clave para Virginia: Clive Bell (que se convertiría en su cuñado y sería su principal consejero literario) y Leonard Woolf (con quien Virginia se casaría en 1912).

Acerca de su enlace, Virginia escribió: “Los dos queremos que el matrimonio sea una cosa tremendamente viva, siempre ardiente, no estéril y fácil como la mayoría de los matrimonios. Exigimos mucho de la vida, ¿verdad? Quizá lo consigamos”.

El matrimonio Woolf creó en 1915 la editorial Hogarth Press, que publicó las obras de Virginia y de relevantes escritores como Katherine Mansfield, Gertrude Stein, T. S. Eliot y Sigmund Freud.

Pero, pero, ¿por qué de repente Clarissa se sentía, sin razón que pudiera discernir, desesperadamente desdichada? Como una persona a la que se le ha caído una perla o un diamante en el césped y separa con cuidado, en vano, los altos filamentos…

Abrumada por la Segunda Guerra Mundial, la destrucción de su casa en Londres y la fría respuesta a la biografía que escribió sobre su amigo Roger Fry, artista y crítico inglés, Virginia entró en una crisis creativa. El 28 de marzo de 1941, se hundió en el río Ouse luego de cargar su abrigo con piedras. Su cuerpo fue hallado 20 días después.

En una nota a su marido, explicó: “Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me parece lo mejor que puedo hacer… No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo…”

Gerardo Moncada ]

Otra obra de Virginia Woolf:
Las olas.

 

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