Una primera lectura de estos versos desconcierta; la segunda lectura estremece.
“No os voy a decir qué es Nueva York por fuera, ni voy a narrar un viaje, pero sí mi reacción lírica, con toda sinceridad y sencillez”, dijo García Lorca, sabiendo que estos poemas sorprenderían al público.
En 1929-1930, Lorca había efectuado una residencia en Nueva York como estudiante de la Universidad de Columbia. Ya en esos años, Nueva York era el prototipo de la modernidad del siglo XX, con deslumbrantes rascacielos tan altos como los capitales financieros que convergían en Wall Street, con muelles tan activos como la bullente economía estadounidense, con multitudes en constante movimiento. Era la metrópoli donde “todas las formas guardan entrelazadas / una sola expresión frenética de avance”.
Un delirio que resultó abrumador para el poeta, por “el metálico rumor de suicidio que nos anima cada madrugada”, por “el ansia de asesinato que nos oprime en cada momento”.
LA AURORA
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
Además, el contraste no podía ser más violento entre la naturaleza campirana de Granada y una urbe altamente mecanizada como Nueva York. Una pequeña y antigua ciudad frente a una nueva metrópoli que se reinventaba día a día.
1910
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos,
ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.
Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,
en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,
en un jardín donde los gatos se comían a las ranas…
La “bárbara Norteamérica”
Lorca no encuentra reposo en sus salidas al lago Eden Mills, a Coney Island, al campo de Newburg o a Vermont. El poeta vive en trepidación permanente.
“Poeta en Nueva York está escrito con primitiva, brutal y cruda luz: afán de expresar lo más íntimo y confuso, de hacer consciente su inconciencia más recóndita. Mata en él la ‘sugestión del vocablo’ para ofrecer su dolor ‘de cauce oculto y madrugada remota’. Y si no siempre encontramos el limpio diamante geométrico en este libro, hasta parecer que se apaga en cierta manera su voz viva, vemos que abandona lo tradicional: crea un mundo nuevo para su Nuevo Mundo, bajo el signo amado del peligro, de la ansiedad de comprometerse”, afirma Luis Cardoza y Aragón (El río, FCE, 1986).
Cardoza le escuchó de viva voz a su amigo Federico los poemas que escribió de Nueva York, esos que en opinión de Octavio Paz representan lo mejor de la producción poética lorquiana. Cardoza coincide en esa apreciación, pero no como simple dictamen sino como aliciente para una detallada reflexión:
“En Poeta en Nueva York los ojos tienen que aprender a gozar las cosas en un ámbito desconocido. Misterio de la gran ciudad y misterio de la poesía. Misterioso y poético homenaje. Homenaje a la poesía: contacto con ella, órfico y virginal, abriéndose camino por donde no había pasado nunca. Muchas veces hallamos en este libro, en forma fragmentaria, algo de lo más ambicioso de la creación lorquiana; asimismo algunos de los momentos de su plenitud”.
En estos poemas lorquianos hay dureza, incluso furia, un tono que caracterizaría a escritores estadounidenses como Henry Miller y William S. Burroughs.
NUEVA YORK
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato;
debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna. […]
Yo no he venido a ver el cielo.
He venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra. […]
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza […]
“El tono iracundo y desgarrado, la forma libérrima aparecida por primera vez en su poesía, todo ello inducido, impuesto por la realidad de Nueva York, desconcertó a sus seguidores. A mí me parece que en este libro hay no pocos de sus mejores poemas”, refiere Cardoza.
Y rememora las impresiones que le compartió García Lorca acerca de Nueva York: “Los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia. En una primera ojeada, el ritmo puede parecer alegría, pero cuando se observa el mecanismo de la vida social y la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, se comprende aquella trágica angustia vacía que hace perdonable por evasión hasta el crimen y el bandidaje… Y sin embargo, lo impresionante, por frío, por cruel, es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas partes de la Tierra y la muerte llega con él. En ningún sitio se siente como allí la ausencia del espíritu; manadas de hombres que no pueden pasar del tres y manadas de hombres que no pueden pasar del seis, desprecio de la ciencia pura y valor demoniaco del presente… Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo será siempre igual y que su deber consiste en mover aquella gran máquina noche y día y siempre.”
Los que mueven al mundo
En esa multitud destacan las “minorías”, los migrantes y, en particular, los transterrados, aquellos que fueron sacados por la fuerza de su lugar de origen para trabajar y vivir en perpetua desventaja. La empatía de García Lorca con éstos es inmediata: “Hablo con la gente, penetro un poco más en la vida social y la denuncio”, afirmaba.
NORMA Y PARAÍSO DE LOS NEGROS
[…] Odian la flecha sin cuerpo,
el pañuelo exacto de la despedida,
la aguja que mantiene presión y rosa
en el gramíneo rubor de la sonrisa.
Aman el azul desierto,
las vacilantes expresiones bovinas,
la mentirosa luna de los polos,
la danza curva del agua en la orilla […]
Es por el azul sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
Es allí donde sueñan los torsos bajo la gula de la hierba.
Allí los corales empapan la desesperación de la tinta,
los durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los caracoles
y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas.
El poeta no tenía dudas: “Lo verdaderamente salvaje y frenético en Nueva York no es Harlem, donde hay vaho humano, gritos infantiles, y hay hogares y hay hierbas y dolor que tiene consuelo y herida que tiene dulce vendaje… Lo verdaderamente salvaje es Wall Street”.
EL REY DE HARLEM
Con una cuchara de palo
le arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara de palo.
Fuego de siempre dormía en los pedernales
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.
Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.
Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.
Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor negro
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.
Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente,
a todos los amigos de la manzana y de la arena;
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.
¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero con un traje de conserje […]
¡Negros! ¡Negros! ¡Negros! ¡Negros!
La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de Cáncer.
Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas rueden por las playas con los objetos abandonados.
Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos y néctares de subterráneos.
Sangre que oxida al alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.
Es sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas, ante el insomnio de los lavabos,
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.
¡Hay que huir!,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.
Es por el silencio sapientísimo
cuando los cocineros y los camareros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre […]
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.
¡Ay, Harlem disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor.
Me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de lágrimas grises,
donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
“Es indudable que los negros ejercen enorme influencia en Norteamérica y pese a quien pese son lo más espiritual y delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pureza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actuales… Lo que yo miraba, paseaba y soñaba era el gran barrio negro de Harlem, la ciudad negra más importante del mundo, donde lo lúbrico tiene un acento de inconciencia que lo hace perturbador y religioso”, decía Lorca.
DANZA DE LA MUERTE
El mascarón. Mirad el mascarón
cómo viene del África a Nueva York.
Se fueron los árboles de la pimienta,
los pequeños botones de fósforo.
Se fueron los camellos de carne desgarrada
y los valles de luz que el cisne levanta con el pico.
Era el momento de las cosas secas:
de la espiga en el ojo y el gato laminado;
del óxido de hierro de los grandes puentes
y el definitivo silencio del corcho. […]
Cuando el chino lloraba en el tejado
sin encontrar el desnudo de su mujer,
y el director del banco observando el manómetro
que mide el cruel silencio de la moneda,
el mascarón llegaba al Wall Street. […]
De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso
que atraviesa el corazón de todos los niños pobres.
El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico,
ignorantes en su frenesí de la luz original. […]
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,
entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados
que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces.
¡Oh salvaje Norteamérica!, ¡oh impúdica!, ¡oh salvaje!
Tendida en la frontera de la nieve.
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!
Yo estaba en la terraza luchando con la luna.
Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos
y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway. […]
¡Que no baile el Papa!
Ni el Rey,
ni el millonario de dientes azules,
ni las bailarinas secas de las catedrales,
ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.
Sólo este mascarón.
Este mascarón de vieja escarlatina.
¡Sólo este mascarón!
Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos.
Que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas.
Que ya la Bolsa será una pirámide de musgo.
Que ya vendrán lianas después de los fusiles
y muy pronto, muy pronto, muy pronto.
¡Ay, Wall Street!
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo escupe veneno de bosque
por la angustia imperfecta de Nueva York!
Nuevos versos para un mundo nuevo
Con Poeta en Nueva York, Cardoza encuentra un García Lorca renovado, que lo deslumbra: “Para decir lo que es Nueva York, Federico crea la forma que requiere. Una forma fúlgida, armoniosa, directa y de tensión alucinante. Lo fundamental no es sólo el rompimiento con los medios tradicionales y sus sistemas de versificar, sino la sorprendente invención metafórica, para dar su angustia y su perplejidad en un mundo ajeno y nuevo para él. Un mundo que lo sobrecogía y lo colmaba de horror y lo cautivaba al mismo tiempo”.
GRITO HACIA ROMA
(Desde la torre del Chrysler Building)
Manzanas levemente heridas
por los finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de las balas.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.
Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.
Pero el viejo de las manos traslúcidas
dirá: Amor, amor, amor […]
Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites vegetales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música.
Porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.
En Poeta en Nueva York, afirma Cardoza, “la conjugación de asociaciones y correspondencias inauditas corre por el libro, como un gemido”.
ODA A WALT WHITMAN
Nueva York de cieno,
Nueva York de alambre y de muerte:
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de tus anémonas manchadas?
Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela. […]
Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto. […]
Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas. […]
Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme: no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto. […]
Un pulso herido, llamado García Lorca
El poeta gaditano, inmerso en otro continente, otro idioma, otra cultura, se despliega y se atormenta, se transforma: “Y yo, por los aleros, / ¡qué serafín de llamas busco y soy!” Su visión se torna cosmopolita, se adentra en las vanguardias literarias, fluye dolorida de lo íntimo a lo universal. Sus construcciones verbales se condensan, sus metáforas se tornan crípticas, surrealistas:
La mujer gorda […] dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma
y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido
y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas… (Paisaje de la multitud que vomita)
NOCTURNO DEL HUECO
[…] Para ver que todo se ha ido
dame tu mudo hueco, ¡amor mío!
Nostalgia de academia y cielo triste.
¡Para ver que todo se ha ido! […]
Dentro de ti, amor mío, por tu carne,
¡qué silencio de trenes boca arriba!,
¡cuánto brazo de momia florecido!,
¡qué cielo sin salida, amor, qué cielo!
Es la piedra en el agua y es la voz en la brisa
bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro presente
para que broten flores sobre los otros niños. […]
Mira formas concretas que buscan su vacío.
Perros equivocados y manzanas mordidas.
Mira el ansia, la angustia de un triste mundo fósil
que no encuentra el acento de su primer sollozo. […]
No, no me des tu hueco,
¡que ya va por el aire el mío!
¡Ay de ti, ay de mí, de la brisa!
Para ver que todo se ha ido. […]
Yo.
Con el hueco blanquísimo de un caballo.
Rodeado de espectadores que tienen hormigas en las palabras. […]
No hay siglo nuevo ni luz reciente.
Sólo un caballo azul y una madrugada.
“En sus poemas oscuros, casi todos los de Poeta en Nueva York, su genio plástico dibuja y da corporeidad a cosas que no se habían visto nunca. Y cuando logra tal corporeidad de lo abstracto, cuando logra hacernos tangibles sus preocupaciones metafísicas, asir lo que inasible era hasta entonces, su poesía alcanza su más noble calidad”, estima Cardoza y Aragón.
POEMA DOBLE DEL LAGO EDEN
Era mi voz antigua
ignorante de los densos jugos amargos […]
¡ay voz antigua de mi amor,
ay voz de mi verdad,
ay voz de mi abierto costado,
cuando todas las rosas manaban de mi lengua
y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo!
Estás aquí bebiendo mi sangre,
bebiendo mi humor de niño pesado,
mientras mis ojos se quiebran en el viento
con el aluminio y las voces de los borrachos […]
Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
¡Mi amor humano! […]
¡Oh voz antigua, quema con tu lengua
esta voz de hojalata y de talco!
Quiero llorar porque me da la gana,
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado.
Quiero llorar diciendo mi nombre,
rosa, niño y abeto a la orilla de este lago,
para decir mi verdad de hombre de sangre
matando en mí la burla y la sugestión del vocablo […]
Así hablaba yo.
Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes
y la bruma y el Sueño y la Muerte me estaban buscando […]
Un libro del futuro
La joven poeta Rosa Berbel afirma que Poeta en Nueva York nos hace conscientes de que la poesía es un territorio cercado por el asombro: “La poesía problematiza la realidad desde la imaginación y la falta de certezas. La poesía –Lorca lo supo bien- es un desvío de las expectativas”.
…Yo no podré quejarme
si no encontré lo que buscaba,
pero me iré al primer paisaje de humedades y latidos
para entender que lo que busco tendrá su blanco de alegría
cuando yo vuele mezclado con el amor y las arenas… (Cielo vivo)…¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,
esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol
y despide barcos increíbles
por las anémonas de los muelles.
Me defiendo con esta mirada
que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,
yo, poeta sin brazos, perdido
entre la multitud que vomita… (Paisaje de la multitud que vomita)
“Poeta en Nueva York no parece un libro del presente; se nos antoja un libro del futuro y más allá, como traído de otro mundo. Es una canción oscura –de amor y muerte- cuyos motivos aún nos interpelan, quizá ahora más que nunca, y están no sólo en las últimas producciones artísticas sino también en los principales debates del siglo 21: los explotados continúan sometidos a las violencias, los ritmos y las intemperies de la economía, en un mundo que amenaza con colapsar en cualquier momento”, estima Berbel.
[…] En mi pañuelo he sentido el tris
de la primera vena que se rompe.
Cuida tus pies, amor mío, ¡tus manos!,
ya que yo tengo que entregar mi rostro,
mi rostro, ¡mi rostro!, ¡ay, mi comido rostro!
Este fuego casto para mi deseo,
esta confusión por anhelo de equilibrio,
este inocente dolor de pólvora en mis ojos,
aliviará la angustia de otro corazón
devorado por las nebulosas… (Luna y panorama de los insectos)
A decir de Berbel, “la poesía lorquiana nos encanta, nos vincula con algo que es originalmente hermoso y primitivo, y que aún hoy permanece oculto”.
Sin encontrarse.
Viajero por su propio torso blanco.
¡Así iba el aire! […] Las nubes, en manada,
se quedaron dormidas contemplando
el duelo de las rocas con el alba… (Ruina)
Y agrega que los versos lorquianos siguen vivos, “versos como un conjuro que, frente a la violencia, la precarización y la intolerancia, continúan estando con los hombres sin sueño”.
Amigo,
levántate para que oigas aullar
al perro asirio. […] Despierta. Calla. Escucha. Incorpórate un poco.
El aullido
es una larga lengua morada que deja
hormigas de espanto y licor de lirios… (Paisaje con dos tumbas y un perro asirio)
García Lorca vio la entraña de la metrópoli. “Nueva York opera en estos poemas como símbolo de Occidente, de una modernidad deslumbrante y carente de espíritu”, apunta Berbel.
…Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.
Alba no. Fábula inerte.
Sólo esto: desembocadura.
¡Oh esponja mía gris!
¡Oh cuello mío recién degollado!
¡Oh río grande mío!
¡Oh brisa mía de límites que no son míos!
¡Oh filo de amor, oh hiriente filo! (Navidad en el Hudson)
Huida de Nueva York
Al abandonar la metrópoli, el poeta retoma su aire, su voz antigua, luminosa, cantarina, festiva.
Cayó una hoja
y dos
y tres.
Por la luna nadaba un pez. […] ¡Oh duro marfil de carnes invisibles!
¡Oh golfo sin hormigas del amanecer!
Con el muuu de las ramas,
con el ay de las damas,
con el croo de las ranas,
y el gloo amarillo de la miel.
Llegará un torso de sombra
coronado de laurel.
Será el cielo para el viento
duro como una pared
y las ramas desgajadas
se irán bailando con él.
Una a una
alrededor de la luna,
dos a dos
alrededor del sol,
y tres a tres
para que los marfiles se duerman bien. (Vals en las ramas)
Cuba le deslumbra, con “negritos sin drama que ponen los ojos en blanco y dicen: nosotros somos latinos”.
Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba,
iré a Santiago
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los techos de palmera.
Iré a Santiago.
Cuando la palma quiere ser cigüeña,
iré a Santiago.
Y cuando quiere ser medusa el plátano,
iré a Santiago. […] ¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
Iré a Santiago.
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago.
Arpa de troncos vivos. Caimán. Flor de tabaco.
Iré a Santiago. […] Calor blanco, fruta muerta,
iré a Santiago.
¡Oh bovino frescor de cañaveral!
¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!
Iré a Santiago. (Son de negros en Cuba)
Fraternidad universal
“Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos, del gitano, del negro, del judío, del morisco que todos llevamos dentro”, declaró García Lorca al volver a España.
Es de suponer que el año que vivió en Estados Unidos resultó revelador para el poeta y le permitió sentir profundamente la vida del migrante, del exiliado. Quizá por eso decidió permanecer en su país pese al avance franquista. No sólo descartó el exilio sino que trágicamente intentó refugiarse en su terruño, en Granada, donde los fascistas lo fusilaron el 19 de agosto de 1936 “por socialista y masón”.
Poeta en Nueva York fue publicado por primera vez en México, en 1940, por José Bergamín en la editorial Séneca.
[ Gerardo Moncada ]Otras obras de Federico García Lorca:
Romancero gitano.
Bodas de sangre.
Yerma.