La Primera Guerra Mundial redefinió el mapa de Europa a un alto costo material y humano; creó nuevas visiones de la vida y nuevos referentes culturales; fue una experiencia trascendental para los escritores jóvenes.
-¡Oh, querido! Serás bueno conmigo, ¿verdad?
“¡Que te crees tú eso!”, pensé. Le acaricié los cabellos y le golpeé cariñosamente el hombro. Ella lloraba.
-¿Verdad? –levantó los ojos hacia mí-. Ya que vamos a llevar una vida bien extraña…
Una enfermera inglesa y un estadounidense conductor de ambulancia deciden hacer a un lado su actitud escéptica, casi cínica, para permitir que el amor entre a sus vidas. Pero si ya resultaba compleja tal relación, ellos lo intentarán en las condiciones más adversas: en un país ajeno (Italia), donde todo opera bajo reglas rígidas, y durante la Primera Guerra Mundial.
Dios sabe que yo no quería enamorarme de ella. No había querido enamorarme de ninguna…
Ellos son parte de un impulso generalizado de resistencia. Alrededor de esta pareja todos, de una u otra forma, se esfuerzan por mantener algo de camaradería, de humor, de esperanza, de amor. Todos tratarán de conservar al menos un poco de humanidad, en condiciones cada vez más inhumanas.
Adiós a las armas recrea el infierno bélico y los esfuerzos de esta pareja por crear su propio paraíso al margen de la locura.
Publicada en 1929, rápidamente se convirtió en una de las más populares novelas acerca de la Primera Guerra Mundial y, particularmente, en una de las más relevantes obras antibélicas. Y es que a todas luces resultaba abrumador el saldo de la guerra más grande de la historia hasta ese entonces, con cerca de diez millones de muertos y 20 millones de heridos; de estos últimos, siete millones habían quedado inválidos.
Siempre me han confundido las palabras: sagrado, glorioso, sacrificio, y la expresión ‘en vano’…. Las habíamos leído en las proclamas que los que pegaban carteles fijaban desde hacía mucho tiempo sobre otras proclamas. No había visto nada sagrado, y lo que llamaban glorioso no tenía gloria, y los sacrificios recordaban los mataderos de Chicago con la diferencia de que acá la carne sólo servía para ser enterrada. Había muchas palabras que no se podían tolerar…
Lo importante para Hemingway, señala el académico Malcom Bradbury, era la economía: un gasto personal bien controlado, un uso riguroso de las palabras. La técnica, en la vida y la escritura, era la precisión, un mundo de la minucia dura y bien registrada. Hemingway siempre crearía un mundo en el que los sentimientos y los dolores románticos serían causas ocultas jamás declaradas; un mundo específico, exacto y exclusivo, con su propio paisaje moralizado y su propia geografía. Sobre ese terreno, en un estado de confusión, con endurecida y selecta economía, cruza el héroe con un aire de tranquilidad que oculta pero no esconde del todo lo que hay atrás: la tensión, el insomnio, las heridas, el dolor, la pesadilla de la modernidad. Para los lectores y críticos de Hemingway, esta capacidad para producir un estilo hecho de limitaciones hizo de este escritor un experimentador de la vida moderna y de la forma moderna. Su dura técnica objetivista era semejante a las doctrinas poéticas modernistas de la impersonalidad (La novela norteamericana moderna, FCE, 1988).
Otro tipo de guerra, otra vida
A lo largo del puente avanzaban cascos alemanes. Estaban inclinados hacia adelante y se movían lentamente, de una forma casi sobrenatural. Aparecieron a la salida del puente. Iban en bicicleta. Llevaban carabinas colgadas al cuadro de sus bicicletas. De sus cinturas colgaban granadas…
Durante la Primera Guerra Mundial, algunas regiones siguieron códigos de anteriores enfrentamientos bélicos, con armamento convencional, conductas casi pintorescas, cese de hostilidades durante el invierno, incluso con fechas y horarios de reinicio de enfrentamientos.
Pequeños vehículos circulaban a gran velocidad… Si uno de los oficiales de detrás era pequeño, tan pequeño que sólo se le podía divisar el casco, y estaba sentado entre dos generales, y su espalda era estrecha, y si el vehículo corría a toda velocidad, entonces había muchas posibilidades de que fuese el rey de Italia. Éste residía en Udine y circulaba de este modo casi cada día para ver cómo iban las cosas. Y las cosas iban muy mal…
Como suele suceder, las condiciones de guerra eran diferentes para la tropa y para los oficiales, ya que éstos gozaban de mejores condiciones, privilegios y otras ventajas.
Mientras veíamos cómo la nieve iba cayendo pesadamente, lentamente, comprendimos que por aquel año todo había terminado…
-Ahora, con esta nevada, no habrá ofensiva –dije.
-Sin duda alguna –dijo el médico-. Tendrías que salir con permiso. Ir a Roma, Nápoles, Sicilia…
Cuando regresé al frente toda la región que nos rodeaba estaba llena de cañones y la primavera había llegado…
-¿Dónde has estado? Vamos, cuéntamelo todo.
-He estado por todas partes: Milán, Florencia, Roma, Nápoles, Villa San Giovanni, Mesina, Taormina…
Pero también fue en esta guerra en la que se observó cómo se desvanecían antiguas convenciones militares, se potenciaba el poder destructivo del armamento y se experimentaba con sustancias químicas no reguladas. En esta guerra, la brutalidad tecnologizada irrumpiría como nunca en la historia de la humanidad.
Fuera cayó algo que hizo sacudir la tierra. “Un 420 o minnenwerfe” –dijo Gavuzzi. Se oyó una especie de tos profunda, un ruido parecido al de una locomotora que arranca, y después una explosión que hizo temblar la tierra. “Esto ha sido un gran mortero de trinchera”… luego un destello, como cuando se abre repentinamente la puerta del horno, una llama, primero blanca, luego roja, seguido todo de una violenta corriente de aire. Intenté respirar, pero había perdido el aliento, y me sentí arrancado del lugar y elevado por la corriente…
“Hemingway fue celebérrimamente herido en el frente italiano y convirtió esa herida en la metáfora esencial del dolor de vivir en una edad infausta”, escribe Malcom Bradbury.
Y añade: Hasta la Primera Guerra Mundial, la “cultura” había sido Europa, pero ahora Europa, que se destrozaba en pedazos en los campos de batalla, significaba la experiencia no del arte y de la tradición sino del horror, el extremismo y el desenmascaramiento histórico.
De ahí surgió la novela de guerra, como Adiós a las armas, con el héroe desencantado moderno. “La experiencia de la guerra forzó un nuevo estilo y expresó un juego diferente de relaciones entre el hombre, la naturaleza, la cultura y la historia. Tras el enfrentamiento bélico vendría un tipo de novela que haría de la guerra una metáfora apocalíptica, el signo de un mundo amputado de su pasado, cambiado, oscurecido, modernizado… Las nuevas generaciones se lanzarían en busca de un nuevo estilo de vida y de un nuevo sentido de los valores, en un mundo vacío”, refiere Bradbury.
La locura bélica
Si cualquier guerra tiende a tornarse demencial, lo es peor surge cuando crece la amenaza de la derrota, cuando se propaga el miedo y los soldados disparan dominados por el pavor a cualquier sombra, incluso en contra de sus propios compañeros.
Anduvimos toda la noche en dirección al Tagliamento. No me había hecho cargo de la enormidad de la retirada. No era sólo el ejército, sino todo el país el que huía… No había ningún peligro. Habíamos cruzado dos ejércitos sin incidentes. Si no fuera porque habían matado a Aymo, no nos hubiéramos dado cuenta de que había peligro. Nadie nos había molestado cuando anduvimos al descubierto. La muerte había llegado bruscamente, sin razón alguna…
El repliegue de las tropas y la amenaza de la derrota no sólo propaga el desaliento y el malestar entre los soldados, también exhibe a los estrategas militares que buscan ocultar su ineptitud detrás de una severa eficacia para perseguir a otros: los que se rebelan, los que desertan o los oficiales que no lograron retener a sus batallones.
-¿Qué hará? –le pregunté.
-Me iré del país. No quiero ir a la guerra. Ya estuve una vez en Abisinia. Quedé satisfecho. ¿Por qué va usted?
-No lo sé. Fui un idiota…
En Adiós a las armas, la guerra es una aventura que pronto se torna en un infierno, aborrecido por todos.
-Teniente –dijo Pasini-, no hay nada peor que la guerra… Cuando uno se da cuenta, le es imposible pararla, porque se vuelve loco.
-Sé perfectamente que es terrible, pero tenemos que aguantarla hasta el final.
-No tiene fin. Una guerra no termina nunca…
Malcom Bradbury afirma: “La visión que tuvo Hemingway de un mundo que había llegado, a causa de la guerra, al final de su inocencia, necesitado de nuevos estilos vitales y artísticos, fue compartida por muchos de sus contemporáneos. La Primera Guerra Mundial fue un punto decisivo para muchos norteamericanos que la experimentaron como una cruzada moral fracasada, una revelación del declive de Europa o un brutal golpe asestado por los intereses del gran capital”.
-¿Dónde viviremos después de la guerra?
-Probablemente en un asilo para ancianos –dije-. Durante tres años he esperado ingenuamente que la guerra terminase por Navidad. Pero ahora ya no espero…
Hemingway presenta en alto contraste los agobios en las zonas de guerra frente a las circunstancias de “normalidad” que se viven lejos del campo de batalla, en apacibles ciudades como Milán, y el anhelo generalizado de vivir como si la guerra no existiera.
-Me temo que ha llegado la hora de partir.
-Muy bien, querido.
-Me duele abandonar nuestro hermoso “hogar”.
-A mí también.
-Pero tengo que irme.
-Sí; nunca nos quedamos mucho tiempo en nuestros “hogares”.
-Ya llegará el día…
Un nuevo estilo
“Comienza de nuevo y concéntrate”, decía Gertrude Stein a Hemingway, en París, acerca de sus primeros relatos; la concentración, en efecto, se convertiría en su objetivo como narrador. Así lo refiere Malcom Bradbury. Y agrega: Hemingway buscó un estilo prosístico formal, antiadjetival. “Todo lo que hay que hacer”, se decía, “es escribir una sola oración verdadera. Escribe la oración más auténtica que conozcas”. El estilo era, pues, una mezcla del acto de escribir con el acto de ser; la imposición de límites a una falsa experiencia o una falsa acción verbal…. Hemingway eligió personajes que logran su cometido a base de habilidad, en presencia de un hecho capital, algo “verdadero” que deben enfrentar.
Quería olvidar la guerra. Había hecho una paz aparte y estuve contento cuando el tren se detuvo en Stresa… Comí tres bocadillos y bebí dos martinis más. Nunca había comido nada tan fresco. Volví a ser civilizado… Sentado en el alto taburete, frente a la agradable caoba y los espejos, no pensaba absolutamente en nada. La guerra estaba muy lejos. ¿En realidad había guerra? Aquí no la había. Fue sólo entonces cuando me di cuenta de que estaba terminada para mí…
Prosigue Bradbury: La mente y las emociones, limitadas en su reacción, imponen un estoicismo trágico, una dependencia sólo de aquellas cosas que es imposible perder. Para Hemingway, el propósito del lenguaje es llevar la atención a la economía del gesto, la limpieza de la línea, y sobrellevar con integridad y estoicismo el trazo de la experiencia.
El sentido amplio de esa experiencia, a pesar de las crudas circunstancias, incluía el amor y el humor. Este último aflora unas veces ligero y otras mordaz.
Dos camilleros entraron, seguidos por el inglés alto.
-Este es el teniente americano –les dijo en italiano.
-Prefiero esperar –dije-. Hay otros más graves que yo.
-Vamos, vamos –dijo-. No se haga usted el héroe. Levántenle las piernas con cuidado. Es el hijo legítimo del presidente Wilson…
Demasiado humanos
-Yo pasaré primero el puente –dije-. No estará tan minado que salte al contacto de un solo hombre.
-¿Lo oyes? –dijo Piani-. Esto es razonar. ¿Es que no tienes cerebro, anarquista?
-Si tuviera cerebro, ya no estaría aquí –dijo Bonello.
Hemingway alterna su prosa vigorosa, directa, con excelentes diálogos que además del intercambio verbal definen personalidades, relaciones, atmósferas y crean situaciones que van de lo inesperado a lo cómico.
-Váyanse en seguida. No puedo verlos más.
-Sería mejor que termináramos de cenar.
-No. Váyanse en seguida.
-Fergy, sea razonable.
-Les digo que se marchen. Váyanse los dos.
-Pues bien, vámonos –dije-. Ferguson me exaspera.
-¡Arde en deseos de marcharse! Ya ve que ni tan sólo quiere acompañarme a cenar…
Este recurso resulta de enorme eficacia en conversaciones donde se enfrentan defensores de distintas ideas o emociones; asimismo, crea un contrapunto climático en el relato (policías suizos que en su alegato acerca de los deportes de invierno se olvidan que están interrogando a dos posibles prófugos; debates entre italianos que en cualquier momento pueden ser arrasados por el bombardeo enemigo).
-En la retirada se bebe buen vino –dijo Bonello al llenar su vaso de barbera rojo claro.
-Hoy lo bebemos, pero mañana, seguramente, beberemos el agua de lluvia –dijo Aymo.
-Mañana estaremos en Udine. Beberemos champaña.
-Tal vez bebamos pis antes de llegar a Udine –dijo Piani.
-Mañana dormiremos en la cama del rey –dijo Bonello.
-Mañana quizá dormiremos sobre las defecaciones – dijo Piani.
-Yo dormiré con la reina –dijo Bonello.
-Dormirás con la mierda –dijo Piani, medio dormido…
La fuerza del desaliento
-Ya no creo en la victoria –dijo el capellán.
-Yo tampoco –dije-. Pero tampoco creo en la derrota, lo que, no obstante, tal vez fuera mejor.
-¿En quién cree usted?
-En el sueño…
Desde 1923, Hemingway había publicado relatos cortos, poemas y una novela (Fiesta). Fue Adiós a las armas la que le valió el pleno reconocimiento como uno de los escritores más vibrantes del siglo XX, al lado de Scott Fitzgerald y William Faulkner.
Con esta novela, Hemingway no solo confirmó su calidad literaria y se consolidó como uno de los principales autores del muy celebrado género de la novela romántica norteamericana, también siguió construyendo su mito personal al incorporar situaciones asociadas a experiencias personales, o con tal eficacia que parecía haberlas vivido. Esto le valió por igual elogios y críticas. Para Harold Bloom, Hemingway llevó la idolatría de sí mismo hasta las regiones más remotas de su arte al volcar su yo en la naturaleza de las cosas, para entrar en el ámbito de lo que Freud denominaba ‘poner a prueba la realidad’ (El canon occidental).
El río se había llevado mi cólera con todas mis obligaciones… Me hubiese gustado no llevar ya el uniforme, a pesar de la poca importancia que daba a las insignias exteriores. Había arrancado las estrellas, pero fue por prudencia. No era pundonor. Estaba liberado. Les deseaba buena suerte a todos. Algunos la merecían, los buenos, los valientes, los pacientes, los inteligentes. En cuanto a mí ya no formaba parte de la comedia… Se había acabado esta vida…
Hemingway señalaba: “Un escritor inventa o ‘hace’ a partir del conocimiento personal e impersonal, y algunas veces parece poseer un conocimiento inexplicado que podría venirle de una experiencia olvidada, de origen racial o familiar” (El oficio de escritor, ERA, 1968).
Había otro rasgo que ya se perfilaba en ese 1929: el perfeccionismo, el horror a lo engañoso, a lo mal hecho. Años después, el escritor admitió: “Reescribí el final de Adiós a las armas treinta y nueve veces antes de sentirme satisfecho”.
-¿Cuál era la causa?, le preguntó un reportero.
-Organizar bien las palabras.
Y ese escrúpulo con la reescritura fue un acierto. El desenlace logrado en Adiós a las armas es impactante, estremecedor, contundente.
[ Gerardo Moncada ]Otra obra de Ernest Hemingway:
El viejo y el mar.