Acerca del poeta latino Virgilio (15 octubre 70 a.C.-21 septiembre 19 a.C.) y su obra cumbre, La Eneida, escribe para Otro Ángulo el maestro en Letras Daniel Sefami Paz.
La Eneida de Virgilio es, sin duda alguna, una de las obras cumbres de la literatura occidental, “la cima de la literatura latina antigua, el más inequívoco producto del clasicismo romano”, dice Vicente Cristóbal. Se trata de un poema épico, dividido en doce libros, que cuenta la historia de Eneas, un héroe troyano, hijo de la diosa Venus, que, tras la toma de su ciudad por los aqueos, debe huir y viajar a Italia para fundar una nueva Troya, los cimientos míticos de lo que se convertirá eventualmente en Roma.
Yo soy aquel que modulé otro tiempo canciones pastoriles
al son de mi delgado caramillo. Después dejé los bosques
y forcé a las campiñas colindantes a plegarse
al codicioso afán de los labriegos. Mi obra fue de su agrado.
Y ahora canto las armas horrendas del dios Marte
y al héroe que forzado al destierro por el lado
fue el primero que desde la ribera de Troya arribó a Italia
y a las playas lavinias. Batido en tierra y mar arrostró muchos riesgos
por obra de los dioses, por la saña rencorosa del inflexible Juno.
Mucho sufrió en las guerras antes de que fundase la ciudad
y asentase en el Lacio sus Penates, de donde viene la nación latina
y la nobleza de Alba y los baluartes de la excelsa Roma. (Libro I, versos 1-7)
La Eneida fue escrita en un momento de inflexión, surgió en medio de unas coyunturas históricas que suponen una transformación profunda en el devenir de los tiempos: después de casi un siglo de guerras intestinas, tras una gran guerra civil (una vez que Julio César cruzó el río Rubicón con su ejército desobedeciendo al senado, se enfrentó al otro cónsul, Pompeyo Magno, y con él a eminentes personajes de la política como Escipión y Catón) y después de una última victoria de Octavio frente a Marco Antonio y la reina Cleopatra en Accio (31 a.C.), Roma dejaría de ser una República para convertirse en un Principado, un nuevo sistema político y social en donde un solo hombre era considerado el princeps, el primero, un sistema que conocemos en la actualidad como imperio.
Publio Virgilio Marón1 nació en el año 70 a.C. en Andes, un poblado cerca de Mantua (parte de la provincia de la Galia Cisalpina hasta ser ciudad romana en el año 42 a.C.), y vivió toda esta época convulsa que llegaría en efecto a cierto sosiego mediante la paz, una vez que Octavio, que sería llamado Augusto (título honorífico con cariz de divinidad), se encumbró en el poder. El poeta era una persona de campo, tímido y reservado, hijo de un alfarero, según cuentan los testimonios antiguos; aun así, recibió una buena educación en Cremona, Milán y, finalmente, en Roma, donde comenzó a relacionarse con otros poetas (a veces identificados como los poetas nuevos) y muy probablemente en esta época experimentaría con los nuevos gustos estéticos redefinidos por la admiración de la poesía helenística (aquélla representada por autores como Apolonio, Teócrito o Calímaco, producida sobre todo en la ciudad de Alejandría en el siglo III a.C.).
También en esta época habría escrito algunas de las obras que conforman el llamado Appendix Vergilianum (un grupo de poemas como Culex, Ciris, Moretum, etc. que eran atribuidos a Virgilio en la antigüedad pero que hoy en día, no sin discusiones, suelen considerarse apócrifos). Aparentemente dejó Roma justo antes del estallido de la guerra civil. Luego iría al sur, a Nápoles, en principio a estudiar filosofía epicúrea, ahí fue profundamente feliz y pudo dedicarse a su primera obra, como dice él mismo: “En aquel tiempo, a mí, Virgilio, la dulce Parténope me nutría, mientras yo florecía en la dedicación al ocio sin gloria, yo que compuse poemas de pastores y, audaz juventud, te canté, Títiro, bajo la sombra de una frondosa haya”. Estos versos (que traduzco en prosa por ser incapaz de emular la sonoridad original) hacen referencia entonces a su estancia en Nápoles (Parténope es una sirena identificada con la ciudad incluso en la actualidad), en donde, según Servio, el más importante comentarista antiguo (s. IV d. C.), por iniciativa de Asinio Polión (un eminente personaje de la vida pública romana que obtuvo el consulado en el año 40 a.C.), Virgilio escribiría un conjunto de diez poemas pastoriles llamado Églogas o Bucólicas. Esta obra lo consagró como poeta y lo acercó a personajes de la vida pública todavía más eminentes. No es gratuito, además, que la cita provenga de su siguiente gran obra, las Geórgicas, y que constituya una especie de sello autoral, al final de la obra, el cual evidencia la absoluta conciencia de su propio desarrollo poético: Títiro es un pastor, personaje recurrente en las Bucólicas, cuyo primer verso comienza así: “Títiro descansando a la sombra de una frondosa haya”, de esta manera Virgilio unió el primer verso de su primera obra con el último de su segunda y mostró cohesión y armonía en su obra poética.
Tras el éxito de las Bucólicas, Virgilio se unió a un grupo de reconocidos escritores y pasó a formar parte del círculo intelectual y literario que encabezaba Mecenas, un hombre muy rico, descendiente de una noble familia con orígenes etruscos, quien sin tener propiamente un cargo público desempeñaba un papel central en las políticas culturales de Octavio Augusto: al darle tierras o medios de sustento a los poetas, impulsaba entonces su labor artística dándoles los medios de subsistencia para que pudieran dedicarse enteramente a ese tiempo libre consagrado a los cultivos del espíritu que en la antigüedad era llamado otium; fue de tal importancia este tipo de relaciones que aún en la actualidad hablamos de mecenazgo para referirnos al patrocinio, sobre todo económico, que se le da a los artistas para que puedan dedicarse a su obra. Fue así, a instancias de Mecenas y dedicada a él, que Virgilio escribió su segunda gran obra, llamada Geórgicas, constituida por 4 libros (en realidad poemas de alrededor de 500 versos) que trata sobre la agricultura, la ganadería, la apicultura y que tiene como trasfondo una noción de política pública, pues se dice que lo que subyace es una intención de Octavio Augusto para convencer a los terratenientes de reactivar el campo, aunque el poema evidentemente no se circunscribe al mero convencimiento y a las técnicas de la agricultura sino que constituye una poesía de altos vuelos con diversos recursos.
Finalmente, cuando Virgilio ya era reconocido como uno de los máximos poetas en Roma, según cuentan los testimonios antiguos, Octavio Augusto le pidió escribir un poema celebratorio, un poema épico en donde fueran exaltadas las virtudes romanas y, sobre todo, su gobierno y figura estuvieran justificados. Virgilio entonces decidió hacer una vinculación profunda entre la leyenda antigua y su actualidad histórica, un puente cronológico que de manera entrañable justificara -e incluso divinizara- el estadio actual de la política y de la figura central de Octavio Augusto a partir de la tradición mítica de Eneas. En vez de hacer una loa directa al princeps, el poeta exploró mecanismos narrativos mucho más complejos a partir del material mítico que aportaba la tradición griega precedente y que ya tenía sus antecedentes en la propia literatura latina: tiempo antes el poeta arcaico Gneo Nevio (s. III a.C.), en su poema épico la Guerra Púnica, había unido el destino del héroe troyano a la historia de Roma.
Ya con estos principios artísticos definidos, el mantuano comenzó su ingente labor.
Los jefes de los danaos quebrantados al cabo por la guerra
patente la repulsa de los hados -son ya tantos los años transcurridos-,
construyen con el arte divino de Palas un caballo del tamaño de un monte
y entrelazan las planchas de abeto su costado.
Fingen que es una ofrenda votiva por su vuelta. Y se va difundiendo ese rumor.
A escondidas encierran en sus flancos tenebrosos
la flor de sus intrépidos guerreros y llenan hasta el fondo
las enormes cavernas de su vientre de soldados armados. (Libro II, versos 13-20)Le instamos a que diga quién es, de qué origen procede, que confiese
a qué trances le viene sometiendo la fortuna. Mi mismo padre Anquises
sin detenerse más, le da la mano y le conforta el ánimo con su gesto benévolo.
Él, deponiendo al cabo su terror, habla así: “Soy de la tierra de Ítaca,
compañero del desdichado Ulises. Mi nombre es Aqueménides. La pobreza
de mi padre Adamasto -¡ojalá hubiera yo seguido como entonces!-,
me mandó a la guerra de Troya. Aquí mis compañeros
mientras precipitados huían del albergue cruel, olvidados de mí,
me abandonaron allá en el antro inmenso del Cíclope. Es guarida de podre
y de carnes sangrantes. Por dentro tenebrosa, interminable. Él, gigantesco,
su altura toca a las estrellas, -¡dioses, llevaos lejos de la tierra tal peste!-,
Repele a quien le mira. Nadie puede acercarse a hablar con él. (Libro III, versos 608-621)
Cuando la Eneida aún estaba en su fase de composición, probablemente al haber escuchado alguna lectura parcial que Virgilio habría hecho frente a sus amigos, Propercio, un poeta elegíaco contemporáneo suyo, diría: “Apártense, escritores romanos, apártense griegos, algo mayor a la Ilíada está naciendo”. Según Suetonio-Donato2, Augusto y sus familiares también escucharon una recitación de tres libros de la Eneida y quedaron profundamente conmovidos, y el princeps con gran entusiasmo alentó a que el poema fuera concluido. La misma fuente nos cuenta que en el año 19 a.C. Virgilio emprendió un viaje a Grecia y Asia para conocer mejor los escenarios por los que había hecho pasar al héroe de su poema; durante el regreso de dicho viaje el poeta cayó gravemente enfermo y, poco después de desembarcar en Brindisi, puerto al sureste de Italia, al presentir su muerte, pidió con insistencia los volúmenes manuscritos de su Eneida para quemarlos; sin embargo, Vario y Tuca, también escritores y amigos íntimos de Virgilio, desobedecieron su voluntad y, por orden de Augusto, conservaron y editaron mínimamente la obra. Así -kafkianamente- concluye la biografía del sumo poeta, y su fallecimiento incluso fue motivo de creación literaria en el siglo XX, en la importante novela del escritor austriaco Hermann Broch: La muerte de Virgilio.
La vida de Virgilio puede resumirse en las palabras que, según la tradición, el propio poeta dejaría para el epitafio de su tumba en Nápoles: “Mantua me engendró, los calabreses me tomaron, ahora Parténope me retiene. Canté pastos, campos y generales”. Así los lugares clave de su existencia se yuxtaponen a sus tres grandes obras en un vínculo inextricable.
Pero la reina herida hacía tiempo de amorosa congoja
la nutre con la sangre de sus venas y se va consumiendo
en invisible fuego. Da vueltas y más vueltas en su mente
a las prendas de Eneas y a su gloriosa alcurnia.
Lleva en su alma clavados su rostro y sus palabras. Su mal
no les deja a sus miembros ni un punto de paz ni de sosiego. (Libro IV, versos 1-5)“¡Traidor, con que esperabas poder disimular tan gran maldad
y sin decir palabra marcharte de mi tierra! Pero ¿no te detiene nuestro amor
ni la diestra que un día te di en prenda,
ni la muerte cruel que espera a Dido? (Libro IV, versos 305-308)
El contexto histórico en el que vivió Virgilio y se encumbró como poeta no sólo supone para la Eneida una serie de necesidades temáticas impuestas por la política de su tiempo sino también una ya larga tradición literaria que a su vez requería de una compleja estructura compositiva. Horacio, el gran poeta lírico de Roma e íntimo amigo de Virgilio, “la mitad de su alma”, en una carta dirigida a Octavio Augusto, decía: “Grecia conquistada conquistó a su fiero vencedor”, esta frase puede servir como clave interpretativa de la antigüedad, del tipo de literatura que constituye la cultura literaria latina. La conquista de Grecia por Roma supuso también la conquista cultural de Roma por Grecia, supuso el nacimiento de una literatura derivada, una literatura que admiraba profundamente la cultura griega y que tenía un modelo artístico a partir del cual erigirse con un cauce propio.
“Anda , ve y dile a Ascanio si tiene preparada la tropa de muchachos
y ha organizado la parada ecuestre;
que guíe las escuadras en honor de su abuelo
y que desfile armado a nuestra vista”. (Libro V, versos 545-550)Entre ellas iba la fenicia Dido vagando en un bosque espacioso
con su herida abierta todavía. Así que el héroe troyano estuvo cerca de ella
y conoció a su sombra velada entre las sombras,
lo mismo que se ve o parece verse
la luna nueva alzarse entre las nubes, dejó correr las lágrimas
y su amor le habló así con dulce acento… (Libro VI, versos 450-455)
Virgilio no sólo tuvo que hacer un cuidadoso balance al integrar la leyenda y la historia reciente en una unidad equilibrada y bella, sino también proveer de vitalidad y de un sentido contemporáneo los universos requeridos por los propios presupuestos del género épico: héroes y dioses. Aunque la tradición literaria ya suministraba a Virgilio diversos modelos, la poesía homérica seguía siendo el pilar ineludible que sostuviera cualquier poema épico, lo cual entrañaba una enorme dificultad que había que sortear: la lejanía de las concepciones heroicas homéricas con la realidad romana debía disolverse y formar una noción heroica actual y que correspondiera con la mentalidad del estado romano sin que perdiera su poderosa esencia humana; como dice un importante estudioso, William Anderson, “a pesar de la aparente obsolescencia de la épica y la desaparición de la mentalidad heroica, Virgilio escribió la Eneida, una obra que no sólo es la mayor pieza de literatura latina sino también el poema que dotó a la épica de una nueva vitalidad”.
Pero él: “Tu imagen, padre, tu entristecida imagen,
que acudía a mi mente tantas veces, me ha impelido
a este umbral. Anclada está la flota en aguas del Tirreno.
Dame a estrechar tu mano, padre mío, y no esquive tu cuello mis abrazos”.
Diciendo esto, las lágrimas le iban regando el rostro en larga vena.
Tres veces porfió en rodearle el cuello con su brazos
y tres veces la sombra asida en vano se le fue de las manos
lo mismo que aura leve, en todo parecida a sueño alado. (Libro VI, versos 695-702)
Eneas no carece de aptitudes bélicas, no carece de valor y fuerza pero, a diferencia de Aquiles “de pies ligeros” o de Odiseo “de múltiples ardides”, Eneas es un héroe “piadoso”. El más frecuente epíteto del troyano, su más frecuente caracterización, tiene que ver con el concepto romano de pietas: el cumplimiento cabal del deber ante un poder superior como los dioses o el propio Estado. Así, el “moderno” heroísmo de Eneas está constituido por las resoluciones que toma cuando entran en conflicto sus deseos personales con los mandatos divinos; cuando su felicidad o tranquilidad se interponen a su deber, Eneas siempre somete su voluntad individual al beneficio público que supone su destino y ahí radica su “piedad” (para entender el concepto romano, debemos desproveer a la palabra en español de la semántica que la recorre históricamente y la configura, sobre todo, desde el cristianismo).
“Se te dará, troyano, lo que anhelas. No desdeño esos dones
ni os faltarán tierras feraces mientras Latino reine
ni vais a echar de menos la abundancia de Troya.
Que Eneas en persona venga ya, si es tan vivo su afán hacia nosotros,
si siente tal presura por unirse a nosotros con el vínculo de la hospitalidad
y con el nombre de aliado nuestro, que no rehúya unos ojos amigos.
Para mí será prenda de paz el estrechar la mano de vuestro rey. (Libro VII, versos 260-266)
Por otra parte, la influencia de la tradición griega no sólo dependía de utilizar mitos y motivos provenientes de su literatura sino también de las formas de escritura: la épica griega se escribía en hexámetro dactílico, un tipo de verso particular de la lengua griega que entrañaba la potencia natural de las composiciones orales de la poesía homérica. Dicho verso fue adaptado al latín por Quinto Ennio, un importante poeta épico arcaico (s. III a.C.), y paulatinamente fue ajustándose a las necesidades de la lengua latina y afinando sus formas. Virgilio tuvo, además de a Ennio, a escritores más cercanos a su tiempo como Lucrecio y Catulo para llevar a su mejor expresión este verso y, como dice Mendelsohn, “uno de los logros de Virgilio fue llevar al verso hexamétrico latino a un nivel inusualmente alto de flexibilidad y refinamiento, alargando las ideas y oraciones de los versos por periodos extensos, balanceando magistralmente pares de sustantivos y adjetivos, y encontrando la manera de apaciguar la naturaleza robusta de su lengua materna.” Llevó el hexámetro en latín, pues, como afirma Duckworth, un importante estudioso, a su perfección.
Pero la diosa Venus había bajado a traerle sus dones,
radiante blancura, entre las nubes del cielo. Apenas desde lejos
acierta a ver a su hijo en el fondo del valle,
a solas en la orilla de la helada corriente,
se dirige a él así y aparece resuelta ante sus ojos:
“Aquí tienes los dones ya acabados
que prometió forjarte la destreza de mi esposo.
Ya puedes, hijo mío, sin recelo retar a los altivos laurentinos
y hasta al brioso Turno”. Dice y tiende los brazos
hacia su hijo la diosa Citera
y deposita las radiantes armas debajo de una encina en frente de él.
Éste, gozoso con los dones de la diosa y con el alto honor,
no acierta a saciar su alma de contento. Y vuelve la mirada a cada pieza
y se asombra a su vista y las toma en sus manos y sopesa en sus brazos
el yelmo pavoroso con su penacho y su raudal de llamas,
la espada portadora de la muerte, el duro coselete,
forjado en bronce, de color de sangre, enorme, como grisácea nube
que, embestida por los rayos del sol, arde y fulge su lumbre desde lejos.
Y a una con ello las bruñidas grebas de electro de oro refinado
y la lanza, y el trabajo indecible de la forja del broquel.
Pues el señor del fuego, que sabe de presagios de adivinos,
a quien no se le oculta el porvenir, había labrado en él la historia
de Italia y los triunfos de Roma. (Libro VIII, versos 608-628)
Asimismo, la Eneida, a pesar de sus alcances3, fue creada dentro de una élite, en una cultura plenamente intelectualizada que compartía el acervo de una tradición y un sistema literarios y, por ello, su meticulosa y compleja narración está colmada de alusiones. En toda obra literaria, hay reminiscencias, como diría el estudioso italiano Giorgio Pasquali, “la palabra es como agua de río que reúne en sí los sabores de la roca de la cual brota y de los terrenos por los cuales ha pasado”; sin embargo, en la poesía culta romana hay alusiones, evocaciones voluntarias e incluso citas que sólo adquieren el efecto deseado cuando son reconocidas por un lector. Así, la Eneida contiene un enorme caudal de reelaboraciones de autores griegos y romanos, en un símil, en un verso, en la particular unión de dos palabras, se puede hallar la insinuación de una relación con otra obra literaria, un guiño a la presencia de Apolonio de Rodas, Calímaco, Ennio, Catulo o Lucrecio. El poema del mantuano es densamente alusivo y cada deliberado vínculo (lo que modernamente podemos llamar intertextualidad) dota de un sentido más complejo su propia obra.
Y así al morir arranca la vida su enemigo. Y acribillado a heridas
se desploma sobre el cuerpo sin vida de su amigo
y allí al fin halla paz en el dulce sosiego de la muerte.
¡Pareja afortunada! Si algo pueden mis versos,
ningún día borrará vuestros nombres
del recuerdo del tiempo mientras muere el linaje de Eneas
en la firme roca del Capitolio
y siga el padre de Roma manteniendo su poder. (Libro IX, versos 443-449)
No obstante este rasgo complejo y de la influencia múltiple que permea toda la Eneida, los poemas homéricos constituyen su modelo por excelencia y delinean la macroestructura del texto. En el propio proemio, en las primeras palabras del primer verso4, podemos ver la idea arquitectónica del poema entero: Arma virumque cano… (“canto a las armas y al héroe…”). La palabra arma hace referencia no sólo al instrumento en sí, sino al dinamismo que supone, “las armas” son las guerras y con ello se hace referencia a la segunda mitad de la Eneida, a la mitad llamada “ilíadica” que corresponde a los libros 7 al 12, donde se narran los combates que enfrentan a Eneas y los suyos con los grupos locales en Italia. La palabra virum, por otra parte, cuyo sentido más literal es “varón” u “hombre” y está asociada al valor, emula la palabra ἄνδρα con la que empieza la Odisea y que precisamente en el primer ejercicio épico de la literatura latina, una adaptación o traducción latina del poema homérico, Livio Andrónico (s. III a.C.) traduciría como virum, así que virum, al hacer referencia a un hombre específico, Odiseo, un héroe épico, puede entenderse también como “héroe”. De esta manera, con una referencia cruzada, Virgilio anuncia temáticamente la macrestructura de su obra: la primera mitad corresponderá a la Odisea y la segunda a la Ilíada.
La Eneida comienza entonces, después del proemio, in medias res, a mitad del asunto, como dictan los cánones: una tormenta causada por la ira de Juno provoca que Eneas y sus compañeros naufraguen en Cartago, al norte de África, donde son recibidos en el palacio por la reina Dido, quien, en parte por mediación de Cupido, se enamora del héroe (libro 1). Ya en el banquete, con el recurso de la retrospectiva, Eneas mismo narra cómo fue tomada Troya por los aqueos mediante el famoso ardid del caballo y el traidor Sinón, y cómo fue quemada y él y los suyos huyeron (libro 2). Después narra las peripecias de su viaje y los diferentes puntos por los que pasó hasta antes de naufragar en Cartago (libro 3). Tras las narraciones, Dido queda completamente enamorada y, mediante un plan urdido por las diosas Juno y Venus, la reina y Eneas, en una salida para ir a cazar, se resguardan de una tormenta en la misma cueva, lo cual origina el trágico amorío que desencadenará terribles consecuencias: la felicidad de los amantes se ve coartada cuando Mercurio, enviado por Júpiter, le recuerda a Eneas su misión y el troyano se ve en la necesidad de partir de nuevo, esto genera una cruda y conmovedora reacción que termina llevando a Dido al suicidio -la etiología de la enemistad entre Cartago y Roma- (libro 4). A continuación, los troyanos desembarcan en Sicilia y ahí realizan juegos en honor de Anquises, el fallecido padre de Eneas (libro 5). Luego, llegan a Italia, a Cumas, donde Eneas, guiado por la Sibila, hará su famosa catábasis, un complejo descenso a los infiernos en el que el héroe finalmente logra hablar con su padre, quien le da una larga explicación de la naturaleza de las almas y sobre todo lo vuelve consciente del futuro que le espera a sus descendientes: el enorme poderío de Roma (libro 6).
Así pues, la segunda mitad del poema tiene su propio proemio y versa fundamentalmente sobre las guerras: los troyanos finalmente llegan al Lacio, donde tendrán una buena recepción por parte del rey, Latino; sin embargo, nuevamente mediante la intervención de la diosa Juno, la reina Amata y Turno, enloquecidos por la furia, incitan a la guerra y así hay un catálogo de quienes protagonizarán los enfrentamientos en Italia (libro 7). Eneas, avisado por la aparición del dios-río Tíber, busca hacer alianza con un rey local, Evandro, ésta resulta fructífera e incluso su hijo Palante viaja con el troyano; en el camino, Venus le entrega a Eneas las armas hechas por el dios Vulcano y en su escudo, con una prolepsis que nuevamente vincula la leyenda con la historia, están cinceladas escenas de grandes triunfos de la Roma contemporánea del poeta (libro 8). Mientras Eneas está ausente, Turno y los rútulos atacan el campamento troyano, el enfrentamiento queda interrumpido durante la noche, en la que se da el famoso episodio de Niso y Euríalo, dos jóvenes que intentan abrirse paso por las tropas enemigas para avisarle a Eneas y mueren conmovedoramente en el intento; al amanecer el combate se reanuda y finalmente Turno, después de causar grandes estragos, es rechazado y huye arrojándose al río (libro 9). Hay un concilio de dioses, en el que Júpiter se mantiene neutral (el destino ya está fijado) ante las peticiones de Juno y Venus; mientras tanto, Eneas vuelve a su campamento sitiado e inclina el combate a su favor; se dan también algunos combates singulares entre los que destaca el de Turno con Palante, hijo de Evandro, que fallece (libro 10). Hay una asamblea, presidida por el rey Latino, en donde discuten una posible tregua; sin embargo, dado que Eneas y los suyos se acercan, el combate se reanuda, y la batalla se centra en la guerrera amazona Camila que muere heroicamente (libro 11). Tras otros intentos de conciliación o tregua, todos ellos frustrados por la intervención de los dioses, finalmente Turno y Eneas se enfrentan en combate singular y el troyano asesina al rútulo (libro 12).
¡Oh, Mente de los hombres, que no sabe del hado
ni la suerte futura ni sabe de mesura si les salva el favor de la fortuna!
¡Tiempo vendrá en que Turno pagaría a alto precio no haber puesto
sus manos en Palante y odiará estos despojos y este día!
En torno del cadáver se apiñan con gemidos y lágrimas abundantes los suyos.
Y si se lo van llevando acostado en su escudo.
¡Palante, qué dolor cuando vuelvas!
Y qué alta gloria vas a dar a tu padre.
¡El primer día que te manda la guerra, ese mismo te arrebata la vida!
Pero dejas al menos montones de cadáveres de rútulos. (Libro X, versos 502-509)«Y cerrando el desfile, Camila, de la raza de los volscos,
manda una cabalgada de jinetes, sus escuadrones de radiante bronce,
la muchacha guerrera que no avezó sus manos femeninas a la rueca
ni al cestillo de lana de Minerva, pero curtió su cuerpo en el rigor de los combates
y en la carrera a pie hasta ganar la delantera al viento.
Volaría por cima de las cabezas de una mies intacta
y su pie no heriría las frágiles espigas, o correría por mitad del mar
por sobre el haz de las turgentes olas y no humedecería su cima
ni las plantas de sus alados pies.
Todo el tropel de mozos irrumpiendo de casas y campos
y los corros de madres la contemplan absortos a su paso.
Miran maravillados cómo el regio atavío púrpura
cubre sus finos hombros, cómo lleva enlazados sus cabellos
con su fíbula de oro, con qué donaire porta un carcaj licio
y su cayado pastoril de mirto con el remate de ferrada lanza». (Libro XI, versos 803-817)Cuando Eneas fue hundiendo la mirada en el trofeo,
en aquel Memorial de su acerbo dolor,
ardiendo en furia, el arrebato aterrador: “¿Y tú, vistiendo los despojos
de aquel a quien yo amaba, te me vas a escapar de las manos? Es Palante,
el que con esta herida va a inmolarte y se venga en tu sangre de tu crimen”,
prorrumpe. Hirviendo en ira le hunde toda la espada en pleno pecho.
El frío de la muerte le relaja los miembros
y su vida gimiendo huye indignada a lo hondo de las sombras. (Libro XII, versos 945-952)
La Eneida, desde su creación, ha sido vista como una obra fundamental que, de manera magistral, reorganiza la tradición literaria para presentar el modelo de un protorromano virtuoso, con un exacerbado sentido del deber, y una acumulación de eventos del presente y del pasado que se integran de manera balanceada y hermosa en una narración orgánica. Sin embargo, como ya se ha dicho, a esta bellísima composición literaria la subyace una idea de justificación imperial: la paz lograda por Octavio Augusto supone también conquista y sometimiento, al final aquellos héroes que venían desde Troya llegaron a Italia y sometieron a los pueblos autóctonos imponiendo a punta de sangre lo que eventualmente se convertiría en su cultura e incluso su lengua. Así pues, para la cultura europea occidental y con ello también la anglosajona, tras los bellísimos versos de Virgilio puede detectarse una idea de colonialismo, estos versos parecerían justificar las políticas imperiales que Europa tuvo durante tanto tiempo. No obstante, la Eneida es un universo complejo e incluso paradójico al interior, por ello, después de la Segunda Guerra Mundial, se distinguió lo que Adam Parry, un importante académico, llamaría “dos voces” dentro de la Eneida: la “Escuela de Harvard” (un grupo de estudiosos de la prestigiosa universidad) en diferentes textos propusieron lo que podríamos llamar una visión “pesimista” del poema, una velada crítica al Principado, al imperio, a sus políticas colonialistas y a la imposición sobre otros pueblos. La enorme compasión por los héroes derrotados, como Dido y Turno, a los que se les dedica largos episodios, la profunda empatía humana que hay hacia los pueblos vencidos y en particular a sus representantes principales, el examen ejemplar de sus sentimientos, la compasión y sobre todo la comprensión de sus actos, parecen indicar, pues, una crítica velada a las políticas impositivas de Roma; la Eneida no puede verse entonces como mera propaganda que, con la más sofisticada literatura, encomia las políticas del imperio, la figura de Octavio Augusto, y que justifica históricamente al pueblo de Roma; hay, pues, latiendo por debajo, una compasión por el otro y, como tal, una comprensión más abierta del mundo.
Más allá de las dificultades de desentrañar una ideología precisa tras el contenido poético de la Eneida, su importancia radica también en la poderosísima influencia que tuvo para el resto de la historia literaria: hablar a cabalidad de su influjo es un imposible, como diría un importante estudioso alemán, Karl Büchner, “la fama de Virgilio es la más grande que se haya visto hasta ahora (…) el tratamiento de su influencia requeriría que se escribiera una historia del espíritu occidental”. En efecto, inmediatamente después de su muerte, Virgilio comenzó a ser estudiado en las escuelas e imitado por otros poetas como Ovidio, sólo unos cuantos años menor que él, Lucano, Estacio, Valerio Flaco, etc. También desde la antigüedad, se jugaba a las “suertes virgilianas”, un juego que consistía en hacer una pregunta y señalar azarosamente una línea de la obra del mantuano para que ofreciera una respuesta. Durante la Edad media, su obra fue considerada un acervo de saberes y él una figura mágica. No es gratuito que en uno de los mayores monumentos de la literatura occidental, la Divina Comedia, Dante lo haya elegido como su guía. T. S. Eliot lo llamó el clásico universal y Haecker, un importante académico, titularía su obra Virgilio, padre de Occidente. En nuestra propia lengua, el mismo Cervantes lo llamaría en más de una ocasión “el divino mantuano” y la Eneida influiría también en Góngora, Lope de Vega y Alonso de Ercilla, entre otros. El intelectual colombiano, también presidente, Miguel Antonio Caro, lo estudió y comentó. El propio Borges eligió un verso de Virgilio para hacer una disertación sobre la hipálage.
La Eneida constituye, sin duda, una de las obras cumbres de la literatura, un universo profundo y complejo en el que los especialistas se fascinan y en el que trabajan con la filigrana filológica para desentrañar sus minucias pero, tras estas complejidades, hay algo que la hace actual, ahora y siempre, y no sólo es la belleza de sus formas, sino el entrañable e irreductible vínculo que se da con cualquier persona que la lea: el torrente que toca y atraviesa a cualquier lector, su verdadera potencia, es la palabra vuelta espejo esencial del espíritu humano.
- NOTAS: 1) El nombre en latín originalmente era Vergilius; no obstante, la ortografía Virgilius comenzó a volverse común a partir del siglo V d.C. hasta hacerse convencional.
2) Suetonio fue un escritor de época imperial, concretamente del tiempo de Adriano y Trajano, conocido por sus Vidas de los doce césares. Dentro de su obra biográfica, también escribió Sobre los poetas, que conservamos parcialmente por otros autores. Es ésta la fuente que utilizó Elio Donato (maestro de San Jerónimo, s. IV d. C.) para su Vida de Virgilio, una de las pocas cosas que nos llegaron del comentario que hizo a la obra de Virgilio.
3) Una clara muestra de que llegó muy pronto a diferentes estratos sociales es el hecho de que se hayan encontrado grafitis en Pompeya con alusiones al principio de la Eneida.
4) El comienzo de la Eneida ha sido otro tema de discusión: en el frontispicio de una edición de lujo del siglo primero, junto a un retrato de Virgilio aparecían unos versos: “Yo soy aquel que en otro tiempo con grácil caña modulé cantos pastoriles y, tras dejar los bosques, obligué a los campos vecinos a obedecer al ávido labrador, obra grata a los agricultores; empero, ahora de Marte a las horrendas armas y al héroe canto”. Según Suetonio-Donato y Servio, Vario y Tuca, los amigos de Virgilio y editores póstumos de la Eneida, los habrían borrado. No obstante, la convención más generalizada es que estos versos son apócrifos (probablemente escritos por el talentoso editor de este ejemplar de lujo del siglo I) y que, sin duda, el comienzo es “arma virumque cano…”. - Los pasajes citados fueron traducidos por Javier de Echave-Sustaeta que, a mi juicio, es la mejor versión en español, la más lograda en cuanto a la belleza poética del texto (editorial Gredos). En México se publicó una traducción muy buena, en verso, del padre Joaquín Arcadio Pagasa.
Daniel Sefami Paz tiene una maestría en Letras Clásicas y es académico de la UNAM.
Otras obras acerca de Roma:
Las Odas, de Horacio.
Metamorfosis, de Ovidio.
Arte de amar, de Ovidio.
De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio.
Elegías, de Sexto Propercio.
Catulo, el poeta transgresor que enlazó Grecia, Alejandría y Roma.
Epigramas de Marcial, el maestro de la brevedad punzante.
El Satiricón, de Cayo Petronio.
El asno de oro, de Apuleyo.
El Imperio Romano, de Isaac Asimov.